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Viernes, 22 de Noviembre de 2024

Marcos, un evangelio para los gentiles (XII): 6:45-7:21

Viernes, 31 de Mayo de 2019

Marcos reanuda su relato con dos episodios que van a confluir en una enseñanza central de Jesús.  Tras la multiplicación de los panes y de los peces, Marcos narra el episodio de unos discípulos amedrentados en medio del mar a los que Jesús reprende por su falta de fe (6, 50) y reafirma su capacidad para curar a los enfermos (6, 53-6).  Sin embargo, todo este despliegue de poder de un Jesús que puede dar de comer a las multitudes o caminar sobre el mar no cuenta con paralelos en un paganismo rezumante de historias maravillosas.  No lo tiene porque Jesús apunta a lo más íntimo del ser humano y desenmascara sus auto-engaños espirituales. 

     La idea de obtener la santidad mediante la actitud hacia la comida es común a la religiosidad.  El islam prohíbe el consumo de cerdo; el hinduismo y el budismo insisten en acercarse al vegetarianismo; el adventismo se empeña en una dieta que debe mucho más al doctor Kellog que a la Biblia; la iglesia católica canta al ayuno en ciertas épocas del año y no pocos judíos de la época de Jesús habían decidido que no sólo había que guardar el código de kashrut de la Torah sino ir más lejos e imponer la normativa de los sacerdotes del templo a toda la población.  En todos y cada uno de estos casos, existe la convicción de que lo que se coma – o se deje de comer – tiene consecuencias en nuestra vida espiritual.  Es más, nos convierte en superiores a otros y, sobre todo, transforma a los otros en inferiores. 

    El que Jesús y sus discípulos no siguieran estas normas los condenaba a los ojos de fariseos como gente espiritualmente indigna.  No sorprende que Marcos – que escribe para paganos – se detenga a explicar el por qué de esa peculiar práctica (7, 3-4).   Pero lo más relevante es que Jesús no se dejó atrapar por esa visión espiritual ni condescendió con ella.  En primer lugar, para él, se trataba de un claro ejercicio de comedia espiritual – la mejor traducción de hipócrita sería comediante, dicho sea de paso – y no de superioridad espiritual (7, 6).  Los que así actuaban eran, quizá, buenos actores, pero nada más.  En segundo lugar, los que actúan así son el cumplimiento de la profecía de Isaías que indica que hay gente que no sigue a Dios sino a meras tradiciones lo que constituye una adoración vana (7, 6-7).  Puede haber fervor, tradición, atavismo, presencia social, pero todo eso junto y mucho más espiritualmente no vale absolutamente nada porque no tiene que ver con mandatos de Dios sino de los hombres.  En tercer lugar, esa gente se aferra a cuestiones totalmente secundarias (7, 8).  No lo son para ellos, ciertamente, e incluso pueden tener un peso enorme, pero, en términos de realismo espiritual, no valen nada. En cuarto lugar, esa conducta, en realidad, anula los mandamientos de Dios y su finalidad (7, 10-12).  En otras palabras, Dios nunca mandó comportarse así, pero es que, por añadidura, ese comportamiento anula lo que Dios espera del ser humano.  En quinto lugar, dejan de manifiesto que la tradición, lejos de ser una fuente de revelación, es el camino directo para abortar la enseñanza de la Biblia (7, 13).  Gran problema, sin duda, para los que, como la iglesia católica, enseñan que la tradición es una fuente de revelación como las Escrituras, pero verdad liberadora para los que desean acercarse a Dios.  Esa tradición nada tiene de divina y es sólo cosa de hombres.  Finalmente, Jesús apuntó a la enseñanza esencial: lo que hace mejor o peor a un ser humano no es lo que consume por la boca sino lo que sale de su corazón (7, 14-23). 

      Cualquier alimento – da lo mismo que sea un pedazo de pan o un bocado de jamón – pasa al aparato digestivo y acaba siendo expulsado en forma de excremento.  No deja ninguna huella espiritual en el ser humano.  Sin embargo, lo que sale del corazón es esencial porque de ese corazón es de donde puede brotar lo bueno y lo malo como los adulterios, los homicidios o los hurtos. 

    Por supuesto, semejante enseñanza convertía en limpios todos los alimentos (7, 19), pero lo más relevante es que apuntaba al interior del corazón y no al exterior de los alimentos.  Jesús no enseñaba – como Pitágoras, como los filósofos indios o como Mahoma – que la abstención de ciertos alimentos resultaba indispensable sino que indicaba que había que ir al fondo y el fondo no es otro que el corazón humano.  Por supuesto, las tradiciones humanas pueden intentar ocultar esa innegable realidad, pero, en esos casos, lo único que ponen de manifiesto es que esas tradiciones invalidan las enseñanzas de las Escrituras y son útiles, fundamentalmente, para los que creen que la relación con Dios y el prójimo es una representación teatral en lugar de una realidad.  Jesús, una vez más, se mostraba como bien diferente.

CONTINUARÁ 

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