Jueves, 18 de Abril de 2024

Marcos, un evangelio para los gentiles (XIX): 11: 1-21

Domingo, 1 de Septiembre de 2019

Como quedó anunciado por el profeta Zacarías (9: 9), finalmente, el mesías entró en Jerusalén y no lo hizo como un monarca al uso, montado en un caballo de guerra y exhibiendo galas regias, sino humilde y en un asno.  La acción de Jesús, totalmente de acuerdo a las Escrituras, contrastaba no sólo con las ansias de buena parte de los judíos sino también con la evolución del poder en Roma.  A esas alturas, Roma ya no era la república de agricultores-soldados que había sido durante siglos sino que se había convertido en una monarquía en todo salvo el nombre y su emperador llevaba décadas permitiendo su culto al menos en la parte oriental del imperio.  Si el mesías era Dios hecho hombre, los súbditos del imperio aceptaban que un hombre se convirtiera en dios.  No era poco contraste. 

 La entrada de Jesús en Jerusalén fue clamorosa porque, como sucedía con los discípulos, no pocos esperaban que aquella Pascua fuera otra fiesta de liberación, esta vez no del yugo egipcio sino del romano.  Sin embargo, Jesús no tomó el poder como muchos deseaban.  Por el contrario, como narra escuetamente Marcos, Jesús se retiró de la ciudad a Betania tras ver el panorama (11: 11).

Al día siguiente, al salir de Betania, tuvo lugar un episodio cargado de simbolismo.  Jesús tuvo hambre y se acercó a una higuera a ver si tenía fruto.  Pero el árbol, a pesar de sus hojas, no tenía fruto alguno y Jesús lo maldijo anunciando que nadie volvería a comer de ella (v. 12-14).  Tal y como lo relata Marcos, todo parece indicar que Jesús lo hizo de manera intencionada, para que se le oyera.  Efectivamente, así fue porque la higuera es un símbolo repetido de Israel.  En Jeremías 24, 5-7 el profeta anunció que los higos – los hijos de Israel – regresarían un día del exilio.   Encontramos una imagen semejante en Oseas 9,10 y en Miqueas 7,1, se puede ver la referencia a Dios que no puede satisfacer su hambre por causa de que su pueblo, Israel, no ha dado fruto.  La referencia de Jesús fue clara y contundente.  Israel no tenía el fruto que debía haberle caracterizado al llegar el mesías – que, por cierto, apareció justo en la fecha profetizada por Daniel como vimos en un estudio anterior – y, lamentablemente, eso significaría que no daría fruto en el futuro.

No resulta, por eso, sorprendente que Marcos ubique a continuación el relato de la purificación del templo (v. 15-17).  Debería haber sido casa de oración e incluso el lugar al que podrían haberse acercado los no-judíos para conocer al Dios verdadero.  Sin embargo, no había sido así.  El patio donde podían estar los gentiles se había convertido en un gigantesco supermercado donde además se estafaba a la gente con los cambios y la selección de los animales para el sacrificio.  Ciertamente, se puede orar en cualquier sitio, pero no debía ser fácil el hacerlo para alguien no acostumbrado a seguir a Dios mientras escuchaba los balidos de las ovejas o escuchaba el regateo de los cambistas.  Al final, la casa de oración se había convertido en una cueva de ladrones como había sido profetizado.  Tenía que haber habido frutos reales que incluyeran la transmisión del mensaje a los gentiles.  Había sólo ansia de poder y latrocinio y un insoportable orgullo espiritual. 

Aquella enseñanza era más de lo que podían soportar las castas religiosas de Israel.  Ya era discutible la interpretación de Jesús de no pocos pasajes, pero que tocara el nervio de sus beneficios constituía una ofensa inaceptable.  Como siglos días diría Erasmo en relación a Lutero respondiendo al emperador Carlos V:  “Majestad, Lutero tiene razón, pero ha cometido dos errores: ha atacado la tiara de los obispos y la panza de los frailes”.  Fue exactamente lo mismo que había hecho Jesús casi milenio y medio antes y no sorprende que, como sucedió Lutero, los poderes religiosos buscaran matarlo (v. 18).  ¿Podía ser de otra manera si el mismo pueblo lo escuchaba?. 

Jesús abandonó la ciudad por la noche (v. 19) – una medida ciertamente prudente – y, a la mañana siguiente, los discípulos comprobaron que la higuera se había secado (v. 20).  Pedro ató cabos recordando lo sucedido el día anterior.  No lo hizo en relación con el destino de Israel, un tema al que Jesús volvería a referirse durante el resto de la semana, pero lo cierto es que no daba fruto y ya no lo daría.  Naturalmente, muchos pueden alegar que los judíos sí han dado fruto espiritual en los siglos siguientes.  Cierto, pero no el que cabía esperar.  Los que no creyeron en Jesús como mesías fueron arrancados del verdadero Israel, el espiritual (Romanos 11) y su fruto a lo largo de los siglos no sería el contemplado en la Biblia.  El Talmud – sin duda, una extraordinaria construcción espiritual – no tiene como base las Escrituras sino las tradiciones de los rabinos a partir del siglo II d. de C., y por ello no debería sorprender que contenga pasajes injuriosos contra Jesús al que llega a presentar sufriendo en el infierno sumergido entre excrementos en ebullición.  La Cabalá no es sino una forma de ocultismo asimilada al judaísmo, pero ajena a sus raíces.  El sionismo parte de la base de que es absurdo esperar a que llegue el mesías para que los judíos regresen al solar histórico de Israel y eso explica que fuera rechazado durante mucho tiempo por la mayoría de los judíos e incluso hoy lo sea por no pocos de los ortodoxos.  En cuanto a las creaciones seculares como las derivadas de Marx o Freud, sin duda, contienen ecos lejanos de la Biblia, pero son diametralmente opuestas.  La higuera – que podía presentar las magníficas construcciones del Templo como apariencia de fruto – no dio fruto y se secó.  Solo aquellos judíos que aceptaron como mesías a Jesús siguieron formando parte del verdadero Israel en compañía de los gentiles que también creyeron.  Son, en expresión del judío Pablo de Tarso, como un olivo del que se han arrancado unas ramas e injertado otras.  Se trata del terrible principio espiritual que anuncia que quien no da fruto es desarraigado por Dios.

CONTINUARÁ

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