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Jueves, 14 de Noviembre de 2024

Marcos, un evangelio para los gentiles (XXI): 13: 1-44

Domingo, 22 de Septiembre de 2019

Como se puede apreciar también en el evangelio de Mateo – que vimos en su día – y veremos, Dios mediante, en el de Lucas, la última semana de la vida de Jesús estuvo claramente marcada por los anuncios de que el sistema espiritual de la nación de Israel estaba dando las últimas boqueadas.  No podía esperarse otra conclusión cuando sus dirigentes ya habían decidido que el mesías Jesús debía ser ejecutado como medida indispensable para mantenerse en el poder.  La culminación de los anuncios de Jesús expresados en predicaciones, en controversias o en parábolas, aparece en Marcos en el gran discurso del monte de los Olivos.  Es lamentable que en multitud de ocasiones se haya convertido esa importante pieza de la enseñanza de Jesús en la base para especulaciones ridículas sobre el futuro y, por añadidura, un futuro que acontecería dos milenios después.  La verdad es que la simple lectura del texto y el conocimiento de las imágenes típicas de los profetas permite ver que Jesús está hablando de su época y no de hechos lejanos situados a una distancia de siglos. 

    El mismo inicio del discurso de Jesús no puede ser más claro.  A pesar de las advertencias de Jesús, sus discípulos seguían encandilados con la apariencia externa del templo (13, 1).  Seguramente, su reacción es semejante a la de tantos católicos que son sabedores de los casos de abusos sexuales del clero o de comportamientos peores, pero todavía se quedan pasmados cuando ven la plaza de san Pedro o al papa de visita por cualquier lado.  El oropel del espectáculo les impide reflexionar sobre cualquier otra cosa.  El destello del poder religioso los ciega ante cualquier realidad espiritual.  En ese sentido, las palabras de Jesús resultan tremendas porque señala claramente que de todo eso, en un momento histórico, no quedará nada (13, 2).  A decir verdad, el anuncio de Jesús – no quedará piedra sobre piedra – se cumplió de manera escalofriantemente inexorable.  Cuando en el 70 d. de C., las tropas del romano Tito conquistaron Jerusalén, el templo fue incendiado y el oro de sus bastimentos se derritió cayendo al suelo.  Para hacerse con él, los soldados romanos levantaron incluso las piedras a fin de apoderarse del que había caído entre las grietas y las junturas.  Literalmente, no quedó piedra sobre piedra y ha de aclararse que el mal llamado Muro de las lamentaciones no es un muro del templo sino una parte de los cimientos.  Del templo propiamente dicho, tal y como había anunciado Jesús, no quedó piedra sobre piedra.

     La afirmación de Jesús sonó incomprensible a los discípulos y cuando se sentó en el monte de los olivos frente al templo, el círculo más cercano, Pedro, Santiago, Juan y Andrés, le preguntaron cuándo se cumpliría ese anuncio y qué señal lo indicaría (13, 3-4). 

    La respuesta de Jesús fue muy clara.  Debían vigilar para no ser engañados porque la primera señal de que el sistema del templo iba a desaparecer ya sería la aparición de gente afirmando que eran el mesías (13, 5-6).  Basta leer la Guerra de los judíos para ver que esa profecía de Jesús se cumplió más que de sobra.  Antes del estallido de la guerra del 66 d. de C., contra Roma no dejaron de aparecer personajes que se presentaban como el mesías.  Por supuesto, no lo fueron aunque la Historia judía se guardó mucho de censurarlos con la acritud que ha dispensado a Jesús.

     Con todo, los discípulos no debían ser tan ingenuos como para creer que el estallido de guerras y revueltas era la señal del final del sistema del templo.  A decir verdad, esas guerras NO serían el fin (13, 7).  Mucho más claro sería que – como queda de manifiesto en el libro de los Hechos que recoge un período situado entre el año 30 y el 60 d. de C., aproximadamente – los seguidores de Jesús serían perseguidos.  Más que dedicarse a especular sobre el futuro, los discípulos deberían ser conscientes de que las autoridades religiosas y civiles se les opondrían, de que es indispensable que el evangelio sea predicado a todas las naciones y de que el Espíritu Santo hablaría por su boca por lo que no debían preocuparse por lo que tendrían que decir (13, 9-11).  En esa época, la disensión aparecería incluso en el seno de la familia (13, 12) y los discípulos serían aborrecidos por causa del nombre de Jesús (13, 13).  En medio de ese clima, sí tendría lugar una clara señal.  En cumplimiento de la profecía de Daniel aparecería la abominación de la desolación (13, 14).  Cuando eso sucediera, de la manera más apresurada habría que abandonar Jerusalén para evitar una tribulación como no se produjo nunca antes (13, 15-19).

    El cumplimiento de estas palabras de Jesús se realizó de manera matemática en el año 66 d. de C.  Cuando los nacionalistas judíos – no todos los judíos sino los sionistas de la época – se sublevaron contra Roma, Cestio Galo fue enviado para reprimir la revuelta.  La superioridad militar de las legiones permitió que llegaran con rapidez a las puertas de Jerusalén y que colocaran sus impíos estandartes – la abominación de la desolación – en las cercanías del templo.  Sin embargo, un golpe de estado acontecido en Roma obligó a Cestio Galo a retirarse y, en su retirada, los nacionalistas judíos que lo acosaban le ocasionaron graves daños que los alentó incluso para acuñar una moneda celebrando la libertad de Judea.  Los judíos que creyeron en el mensaje del nacionalismo no cabían en si de gozo.  Sin embargo, los que creían que Jesús era el mesías se apresuraron a marcharse de Jerusalén obedeciendo sus advertencias y se instalaron en Pella, en la actual Jordania.  Lo que vendría después sería una extraordinaria floración de falsos mesías y falsos profetas que, cuando regresaron los romanos, llegaron a dividir Jerusalén en tres partes que combatían entre si (comparar con Apocalipsis 11, 18; 16, 19).  Esta vez, en el 70 d. de C., Tito no se retiró como Cestio Galo.  Por el contrario, estableció un cerco sobre la ciudad en la que ya no había seguidores de Jesús y en la que los judíos llegaron a asar a sus propios hijos para sobrevivir al asedio, una terrible atrocidad que indica su grado de desesperación y que, por cierto, no se produjo ni siquiera durante el Holocausto.  A decir verdad, el número de judíos que pereció en aquel enfrentamiento con Roma no fue, siquiera en términos relativos, inferior al de la Shoah y, espiritualmente, resultó mucho más devastador porque el mecanismo de perdón espiritual contenido en la Torah fue arrasado hasta el punto de que no quedó piedra sobre piedra como había anunciado Jesús (13, 2).  

    De hecho, esos serían días en los que de no ser acortados por Dios habrían perecido todos aunque no fue así por causa de los elegidos (13, 20).  Esa época, increíblemente difícil, estaría caracterizada por la falsedad religiosa, una falsedad que pagarían, como sucede siempre, precisamente los que se dejaran llevar por ella (13, 22-23).  Pero sobre la conclusión del discurso de Jesús, hablaremos en la próxima entrega.

CONTINUARÁ     

 

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