Se cuenta que en la Edad Media, un papa se jactó ante un cardenal de que, a diferencia de lo que había sucedido con Pedro, los pontífices romanos ya no podían decir que no poseían oro ni plata. La respuesta del prelado fue que, ciertamente, así era, pero tampoco podían decir, como Pedro, a un paralítico que se levantara y caminara. En apariencia, Pedro podía haber parecido un miserable pescador galileo, pero no cabe duda de que él, sin oro ni plata, sí tenía autoridad espiritual mientras que los que afirmaban ser sus sucesores, indudablemente imponentes en su despliegue de poder y riqueza, carecían de la menor autoridad.
Jesús hablaba con autoridad, sin duda, pero esa autoridad quedó respaldada porque podía limpiar a un leproso con una sola orden verbal (Mateo 8: 1-4), porque podía ejercer su misericordia incluso fuera de Israel honrando la fe de un centurión (Mateo 8: 5-13), porque podía espantar la fiebre de una mujer de edad como era la suegra de Pedro (Mateo 8: 14-17), porque podía someter la Naturaleza a sus órdenes (Mateo 8: 23-34) y porque podía enfrentarse con éxito con los demonios (Mateo 8: 28-34).
Sin embargo, estos ejercicios sobrenaturales de autoridad distaban mucho de parecerse a las historias de milagros que vemos en las leyendas de los santos medievales. En todos y cada uno de los relatos aparece una enseñanza poderosa y no una historieta cargada de superstición. El leproso es limpiado en respuesta a la fe que pone en Jesús y pone de manifiesto que éste es el único que puede hacer efectiva la ley de Moisés (8: 4), el centurión deja de manifiesto que esa fe es la que permite entrar en el Reino y por eso habrá gentiles que podrán formar parte de él mientras que no pocos judíos se quedarán fuera (8: 10-12), afirmación ciertamente nada pequeña en un evangelio dirigido a los judíos; la suegra entendió que ser tocada por el mesías era el primer paso para levantarse y servir (8: 15), los discípulos de poca fe se preguntaron quién podía ser realmente ese Jesús que calmaba la tempestad y que superaba lo meramente humano (8: 26-7) y los que vieron a los endemoniados sanos no dudaron de lo milagroso que se ofrecía ante su vista, pero prefirieron conservar los cerdos y su economía a seguir a alguien que podía operar cambios que ellos habían sido incapaces de llevar a cabo.
No. Jesús no podía ofrecer una vida regalada porque él mismo no tenía donde recostar la cabeza (8: 20). Si alguien pretendía hacer negocio siguiendo a Jesús, ciertamente, es que andaba con un despiste colosal si es que no era víctima de algo mucho peor. Tampoco andaban mejor orientados los que pretendían tomar la decisión de seguirle cuando ya su padre no se sintiera molesto por la decisión simplemente porque se hallaba muerto y enterrado (8: 21-22). Sin embargo, él SÍ tenía autoridad a diferencia de los escribas y podía demostrar esa autoridad una y otra vez. La situación no ha variado en veinte siglos. Jesús sigue teniendo esa autoridad, puede cambiar vidas, es el mesías y Señor, pero nadie puede esperar legítimamente hacer negocio con él, nadie puede colocarlo detrás de lo que piensen los demás incluida la familia y nadie puede pretender que las enseñanzas de su religión son más relevantes. A decir verdad, sólo los que creen en su autoridad y a ella se confían, sean leprosos o soldados, suegras o endemoniados, pueden esperar ser tocados por él y ver su vida cambiada de una manera que no pocas veces resulta absolutamente sobrenatural.
CONTINUARÁ