Si ya resulta bien diferente lo que Jesús consideró apóstol y aquellos que hoy en día dicen serlo o, al menos, sucederlos, cuando llegamos a la descripción de su ministerio la distancia se revela abismal. De entrada, su misión sería la de predicar, pero desprovistos de cualquier interés material. En primer lugar, deberían dirigirse no a gentiles o a samaritanos sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel (10: 5-6). Esa predicación se caracterizaría por anunciar la cercanía del Reino (10: 7), por atender las necesidades materiales y espirituales de otros (10: 8), por no recibir dinero porque Dios les había dado todo gratis (10: 9), por no contar con bienes materiales porque “el obrero es digno de su salario” (10: 10), por desarrollar un ministerio itinerante en el que confiarían en la benevolencia de la gente mejor, pero estarían dispuestos a ser rechazados por gente cuya suerte en el día del juicio sería peor que la de Sodoma y Gomorra (10: 11-15).
Ser apóstol implicaría no almacenar dinero, ni contar con jets privados, ni habitar en viviendas suntuosas, ni acumular joyas o títulos valores ni codearse con los poderosos. Por el contrario, los apóstoles deberían ser conscientes de que eran enviados como ovejas en medio de lobos lo que exigiría que no perdieran su inocencia, pero también que fueran sagaces ante un mundo hostil (10: 16). Lejos de confiar en los poderes, deberían ser conscientes de que serían perseguidos tanto por los religiosos (10: 17) como por los políticos (10: 18). Con esa hostilidad – disfrazada de halago no pocas veces – podían contar, pero no debería tomarlos por sorpresa. El Espíritu del Padre será el que hablaría por ellos en los momentos de dificultad (10: 19-20). Promesa nada pequeña teniendo en cuenta que, un día, cabía la posibilidad de que la persecución se produjera en el seno de la familia (10: 21) y el aborrecimiento simplemente por el hecho de seguir a Jesús es una eventualidad nada rara (10: 22). Ante esa situación, tendrían que perseverar (10: 22), darse cuenta de que nunca llegarían a terminar su misión y por eso no cabía distraerse (10: 23) y, sobre todo, habría que recordar que no puede esperarse otra cosa cuando se sigue como maestro a Jesús (10: 24-25).
Ciertamente, basta con comparar esta visión enseñada por Jesús para percatarse de que no pocos de los que se proclaman apóstoles o sucesores de ellos no pasan de ser unos farsantes. Es posible que, en algunos casos, estén engañados, pero en otros son ejemplos deplorables de la estafa espiritual.
Ante un futuro que no es el de la fama, el dinero, la popularidad, el poder muchos podrían sentirse desalentados e incluso atemorizados. Sin embargo, Jesús se enfrenta con esas posibilidades con un auténtico canto de esperanza. La vida puede volverse dura cuando enfrente están la oposición, la persecución y males semejantes. Sin embargo, no hay que tener miedo (10: 26). Tarde o temprano, todo se acaba sabiendo. Por muchas mentiras que se hayan vertido sobre nosotros, por muchas calumnias con que se haya intentado acabar con nosotros, por muchos ataques injustos lanzados contra nosotros, hasta los secretos más recónditos acabarán sabiéndose (10: 27). ¿Y qué sucederá si no llegamos a contemplar en nuestras vidas esa reivindicación, ese descubrimiento de la verdad, esa rehabilitación que merecemos? No deberíamos darle la menor importancia. De la misma manera, que no tendríamos que preocuparnos por aquellos que pueden destruir nuestra vida terrenal, pero no pueden tocar la espiritual, esa que Dios sí puede aniquilar (10: 28).
En momentos así, debemos recordar que la misma suerte de un pajarillo está en manos de Dios y que incluso los cabellos de nuestra cabeza están contados (10: 29-31). Más valemos nosotros que los pajarillos – parece de sentido común – y, por lo tanto, deberíamos confiar en las promesas del Padre.
Veremos en la siguiente entrega el final de este segundo discurso de Jesús recogido en el Evangelio de Mateo, pero, ya de entrada, tenemos que reconocer que, como en el caso del Sermón del monte, presenta una visión espiritual radicalmente distinta de la que sostienen no pocos dirigentes religiosos. No pocos consideran que tienen una misión dada por Dios que tienen que coronar, pero la verdad es que antes de que llegue el Hijo del Hombre no habremos terminado con todo lo que pudimos hacer (10: 23). No pocos creen que la jerarquía espiritual debe ir ligada a un beneficio real en el que se recibe dinero, honor, popularidad e incluso poder político, pero Jesús enseña que nada de eso tiene que ver con sus discípulos, gente que no acumula bienes y que vive por fe confiando en la Providencia (10: 9-14). No pocos creen que pueden ir desplazándose entre los poderosos del mundo como algo deseable cuando Jesús señala que somos ovejas lanzadas en medio de lobos, que es más que posible que nos persigan las autoridades religiosas, las políticas e incluso los parientes (10: 16-23) simplemente por querer ser fieles a las enseñanzas del Maestro, un maestro al que aborrecen (10: 23-25). No pocos creen que sus concesiones – nunca gratuitas – a la maldad apenas oculta les traerá el aplauso y la fortuna, pero, al final, hasta los acuerdos más secretos se verán expuestos y sólo los que confían en Dios y no en el hombre pueden contar con tener un futuro no sólo en esta vida sino también en la futura (10: 28-31). Son la gente que sabe que todo lo recibió de Dios gratis y que su vida debe ser también una ofrenda gratuita (10: 8). Es cierto. Con esas ideas, resulta extremadamente difícil llegar a obispo o a tener un programa de televisión religiosa de éxito internacional, pero ¿es tan importante cualquiera de esas dos circunstancias cuando la alternativa es ser fiel a la enseñanza de Jesús?
CONTINUARÁ