El primero es el de los discípulos de Juan que acuden a ver a Jesús (11: 1- 14); el segundo es el de las poblaciones que no escucharon a Jesús (11: 15-24) y el tercero, el de un ofrecimiento enormemente relevante (11: 25- 30).
El episodio de los discípulos de Juan resulta bien revelador. Durante su ministerio, Juan el bautista anunció la llegada del mesías y reconoció a Jesús como tal. Sin embargo… bueno, Jesús no se comportaba tal y como él había esperado. Su ilusión había sido que el mesías arrasará con el mal y que recompensara a los que se hubieran vuelto a Dios. Lo cierto, no obstante, es que Herodes seguía en su trono, los romanos continuaban cobrando impuestos y Juan estaba en una mazmorra. La distancia entre sus expectativas y la realidad era colosal se mirara como se mirara. Para ser sinceros, mediaba un abismo entre la esperanza de Juan y la realidad que estaba viviendo en una prisión donde su futuro no parecía nada halagüeño. No sorprende que en medio de esa situación enviara a sus discípulos para pedirle a Jesús alguna aclaración. Su pregunta (v. 3) no implicaba que Juan no creyera en Jesús sino que se preguntaba si Jesús era el que iba a hacer lo que él había anunciado o tenían que esperar a otro semejante – ése es el sentido del término - para que lo hiciera. En otras palabras, es más que posible que Juan le estuviera preguntando a Jesús si iba a haber dos mesías, uno que era él y otro que haría lo que él había anunciado y al que, lógicamente, habría que esperar.
Semejante visión no era extraña en el judaísmo de la época. En el Antiguo Testamento, nos encontramos con textos donde el mesías aparece como un siervo sufriente que padece de manera injusta y muere como expiación por los pecados del pueblo (Isaías 53 es el texto más claro) y otros donde aparece como el rey davídico que ejecutaría justicia aniquilando a los enemigos de Dios y reivindicando a Su pueblo. Semejante dualidad encontró explicaciones diversas. Algunos rabinos – al igual que el cristianismo – pensaron que se trataba de un solo mesías que aparecería en dos ocasiones, primero, como siervo y luego como rey. Sin embargo, otros – como los esenios de Qumrán – creyeron que habría dos mesías. El primero moriría y el segundo triunfaría. Es muy posible que la pregunta de Juan fuera en esa dirección. Jesús era el mesías – de eso no cabía duda – pero ¿él llevaría a cabo la fase de triunfo y juicio o, por el contrario, para eso habría que esperar a otro semejante?
La respuesta de Jesús es muy clara. En él se estaba cumpliendo la profecía de Isaías 35: 5-6 y para eso bastaba que miraran a su alrededor. Las señales eran innegables. Sin embargo, había dos aspectos que eran no menos esenciales que el hecho de que un cojo caminara o un ciego viera. El primero era que se predicaba la buena noticia a los pobres. No es que Jesús fuera un predicador pauperista o social o que creyera en ese disparate de la “opción preferencial por los pobres”. Jesús se dirigía a los que eran conscientes de su pobreza y, ciertamente, guste o no reconocerlo, hasta el más acaudalado de los seres humanos puede ser misérrimamente pobre. Pues bien, a todos los que eran conscientes de su pobreza se les anunciaba una buena noticia. A ello se sumaba algo enormemente relevante. El feliz, el dichoso, el bienaventurado es el que no tropieza en Jesús (11: 6).
La clave al final de la vida es cómo se responde ante Jesús el mesías. ¿Se habrá abrazado su Buena noticia o rechazado con escándalo? ¿Se habrá arrojado uno a los pies de Dios reconociendo que es un pobre espiritual o rechazado esa posibilidad en la convicción de que se es rico en méritos? ¿Se habrá aceptado que nada es equiparable a seguir al mesías o aferrado a sus ilusiones personales fueran o no acertadas? Tomar una u otra dirección implica una enorme diferencia. La respuesta de Jesús iba dirigida, sin duda, a Juan, pero el mensaje era de validez universal. Bienaventurado el que no se escandaliza de Jesús el mesías.
CONTINUARÁ