No son pocos los que a lo largo de la Historia han insistido en el inmenso papel de los hechos milagrosos para enfrentarse con esa tesitura, pero esa afirmación carece de base real. Por supuesto, para los que han construido su fortuna religiosa sobre la base de los milagros reales o supuestos no hay discusión alguna. Saben de sobra que los que acuden en busca del prodigio darán dinero y lo que sea para obtenerlo. Incluso prestarán su adhesión religiosa. Sin embargo, no nos engañemos. El prodigio es siempre secundario y además no garantiza la respuesta. Jesús es muy claro al respecto. Las poblaciones de Galilea habían sido testigo de milagros que hubieran movido los corazones de Tiro, Sidón e incluso Sodoma (11: 20-24). Sin embargo, nada había cambiado en su conducta y no se habían vuelto hacia Dios. De esa manera, sólo habían acumulado juicio (11: 22 y 24).
No, la respuesta no deriva de los milagros. Procede de algo mucho más profundo y difícil de aprehender, de la misma acción de Dios. Es el Padre el que toca el corazón de los que desea, muchas veces aquellos que nadie esperaría, los menores, los ínfimos, los considerados inferiores (11: 25-26). Y es que, a fin de cuentas, a Dios sólo lo conoce cabalmente Su Hijo - ¡qué terrible para los que se dedican a decir cómo es Dios! – y aquel a quien el Hijo se lo revele (11: 27). La afirmación de Jesús resulta de una enorme trascendencia. No pretendía ser un rabino – ni siquiera el más sabio – o un fariseo liberal o un maestro de religión. Afirmaba ser el Hijo de Dios, el único que realmente conocía a Dios. De ahí, su relevancia. Rechazarlo implicaba la horrenda perspectiva de juicio. Aunque por las venas de esas personas corriera la sangre de Abraham, su juicio sería más terrible que el de Sodoma. Pero existía una alternativa.
La alternativa era escuchar a Jesús y acudir a él. Entendámoslo bien. No se trataba de cumplir con ritos, de seguir ceremonias, de apuntarse a un código, de afiliarse a un club religioso concreto de creer en méritos propios. Se trataba y se trata, sustancialmente, de sentirse - ¡y reconocerse! – como cansados y cargados e ir a Jesús como el único que puede traer alivio y descanso para el ser humano. Quizá estas palabras de Jesús se encuentran entre las más hermosas que pronunció, pero van mucho más allá. Contienen todo un esquema de la salvación – que sólo puede ser por gracia y nunca por obras – y de la realidad de la condición humana así como de la esperanza con que cuenta.
El que acude a Jesús y coloca sobre si el yugo del Maestro encontrará descanso por la sencilla razón de que el yugo y la carga de Jesús – aunque parezca lo contrario – son los más ligeros, mucho más que los derivados de la soberbia, del poder, de la codicia o de la vanidad.
Al final, nuestra existencia se reduce a aceptar o rechazar, a recibir descanso o encastillarnos en nuestro pecado – palabra que nadie se atreve a mencionar a día de hoy empezando por los clérigos – a encontrarnos con El más allá del umbral de la muerte o recibir un castigo peor que el de Sodoma.
CONTINUARÁ