Por supuesto, estaba el temor de las autoridades de Jerusalén de que Jesús provocara alborotos que pudieran terminar desembocando en una intervención romana. Sin embargo, no menos importante fue la insistencia de Jesús en centrar la esperanza de Israel no en la Torah o en una intervención divina que aplastara militarmente a Roma sino en si mismo. De hecho, es precisamente esa pretensión la que recoge Mateo y que hemos abordado en las últimas entregas de esta serie. Jesús afirmaba que la salvación no deriva de la pertenencia a Israel - como recogería después el Talmud recogiendo fielmente las tradiciones previas y como negaría tajantemente Juan el Bautista – ni tampoco del riguroso cumplimiento de la Torah o de la sumisión a una escuela rabínica. La salvación nace del hecho de acudir a Jesús el mesías. Para colmo – como tendremos ocasión de ver – Jesús predicaba un Reino que no era ni de lejos la esperanza nacional de multitud de judíos. Obviamente, una visión tan distinta debía provocar roces y, finalmente, una ruptura. Eso es precisamente lo que describe el capítulo 12 de Mateo.
En sus versículos 1-14, Jesús cuestiona radicalmente la interpretación del mandamiento del shabbat sostenida por sus contemporáneos. Jesús afirmaba ser superior al templo (12: 5), insistía en que la misericordia era superior al sacrificio ritual (12: 7) y, por supuesto, no asumía la interpretación de la Torah de los autoproclamados representantes de Dios en la tierra. La diferencia entre una visión y otra era abismal y el resultado no pudo ser más claro: los fariseos comenzaron a idear como podían destruirlo (12: 14). No necesariamente había que matarlo, pero sí “destruirlo”, desacreditarlo, matarlo civilmente para que la gente no lo escuchara y para que no presentara una alternativa a su visión.
Y es que el mensaje de Jesús era antipáticamente claro. No era el mesías sionista que hubiera gustado a muchos judíos sino el siervo-mesías profetizado por Isaías, aquel que proclamaría la justicia no sólo a los judíos sino también a las naciones (12: 18), el que no gritaría ni se dedicaría a contender (12: 19, hay gente que, dicho sea de paso, no se ajustan a ese ejemplo de Jesús ni de lejos), el que no aplastaría a los pecadores sino que les daría una oportunidad llamándolos a pesar de sus debilidades (12: 20), el que sería esperanza no sólo de Israel sino de las naciones (12: 21), esas naciones odiadas por sus correligionarios. ¿Puede sorprender esa fractura?
El resto del capítulo muestra cómo la destrucción de Jesús comenzó a articularse a través de la calumnia. Sí, no se podía negar que realizaba milagros y que incluso los demonios se le sometían, pero semejantes hechos se debían simplemente porque tenía un pacto con Belzebú, el príncipe de los demonios (12: 23). La acusación seguiría siendo formulada por el judaísmo posterior y aparece consignada en el mismísimo Talmud como justificación para la ejecución de Jesús. Sí, hacía milagros, pero no porque viniera de Dios si no porque era un hechicero. Jesús respondió mostrando el absurdo de ese argumento porque ninguna casa enfrentada consigo misma puede subsistir (12: 25). Lamentablemente, el negar la realidad de Jesús implica cerrarse a ver que el Reino de Dios ha llegado (12: 28) y de que se ha incurrido en la blasfemia contra el Espíritu Santo, aquella que no se puede perdonar porque impide acercarse a Dios y reconocer el pecado para recibir el perdón (12: 31-32). Al final, aquella actitud de negarse a entrar en el Reino, presa de una inmensa autojustificación, daba sus frutos y daba frutos como pronunciar calumnias e injurias sin base (12: 33-37).
El gran drama de Israel – el Israel cuyos dirigentes pedían una señal más para creer en Jesús (12: 38-39) – es que su insistencia en apegarse a sus prejuicios los apartaban de los propósitos redentores de Dios. Al final, la gran señal sería la muerte y la resurrección de Jesús el mesías (12: 39-40). Lamentablemente, para aquellos que no la aceptaran sólo quedaría un destino peor que el de la Nínive a la que, arrepentida, perdonó Dios. Y es que hasta paganos como la reina de Saba se comportaron mejor ante Dios que aquellos judíos convencidos de su superioridad moral (12: 42). Jesús era superior a los profetas (12: 41) y al constructor del templo (12: 42). Israel, por el contrario, era un triste ejemplo de lo que sucede con aquel que, liberado de un demonio, no se llena realmente de Dios. Había sido restaurado en el pasado tras el castigo divino terrible de la destrucción de Jerusalén y el templo en el siglo VI a. de C., pero, en lugar de llenarse de Dios, se había llenado de su soberbia espiritual. El resultado es que semejante conducta había arrastrado a Israel a una situación mucho peor que la que había tenido en el pasado rechazando ahora al mesías (12: 43-45). No deja de ser significativo que, unas décadas después, Flavio Josefo, el historiador judío, mantuviera una visión muy similar. Para entonces, Tito el romano había aniquilado en el año 70 d. de C., Jerusalén y su templo como instrumento de un Dios que castigaba con toda justicia los pecados espirituales del pueblo de Israel porque aquel pueblo de Israel era especialmente perverso.
Esa penosa situación incluso aplicaba a la madre y los hermanos de Jesús (12: 46-47). Seguramente, impulsados por la preocupación de ver a Jesús enfrentado con una hostilidad creciente, habían acudido a verlo para llamarlo a que entrara en razones. En buena teología católica, Jesús tendría que haber salido despedido a recibir a su madre y atender a sus peticiones, pero es que la buena teología católica es pésima teología bíblica por regla general. Jesús señaló que su madre y sus hermanos eran sus discípulos, aquellos que hacían la voluntad del Padre (12: 48-50).
Jesús acababa de señalar una extraordinaria – y sobrecogedora – realidad espiritual. Sus verdaderos hermanos no son los carnales, aunque puedan serlo ocasionalmente también, sino los que han decidido aceptar los propósitos de Dios. Se abre así una nueva realidad, la realidad del Reino, un reino que no podía encajar en los más estrechos moldes de los nacionalistas judíos o de sus autoridades espirituales; un Reino que superaba incluso los límites familiares; un Reino que provocaba la más que esperable agresividad contraria de los que se presentaban como representantes de Dios en la tierra; un Reino al que dedicará Jesús su tercer discurso al que nos dedicaremos en la próxima entrega.
CONTINUARÁ