(21: 1-22): el Rey entra en Jerusalén
Finalmente, Jesús ha llegado a Jerusalén y realiza su entrada en vísperas del inicio de la semana de Pascua. Que nada había sido dejado al azar queda de manifiesto desde el momento en que Jesús contaba con alguien que le proporcionara un asnillo a quien los discípulos no conocían (21: 2-3). Así se iba a cumplir la profecía de Zacarías (9: 9), profecía especialmente importante no sólo por su contenido mesiánico sino por la manera en que describía al mesías. Lejos de ser como esperaban muchos de los contemporáneos, un monarca guerrero que aplastara todo a su paso, que cabalgara en un caballo de guerra, Jesús era el mesías manso, pacífico y montado en un asnillo.
La reacción ante la entrada de Jesús fue electrizante. La multitud comenzó a aclamarlo como el mesías y a gritar Hosanna, es decir, sálvanos (21: 9). Aquella respuesta emanada de los peregrinos causó la sorpresa de la gente de la ciudad que se preguntó quién era aquel personaje que entraba de esa manera en la Ciudad santa en el momento más sagrado del año (21: 10). La respuesta de la gente es que era Jesús, el profeta, de Nazaret de Galilea (21: 11).
La siguiente acción de Jesús no pudo provocar menos asombro. Llegó hasta el templo, echó a los mercaderes, volcó las mesas de los cambistas y dictó una sentencia terrible por su contenido. El templo tenía que ser casa de oración, pero había sido convertido en una cueva de ladrones (21: 12-13). La afirmación no era, ni por asomo, exagerada. Los comerciantes de animales y los cambistas se colocaban en la parte del templo destinada a los gentiles, los goyim. Se supone que en ese lugar los no-judíos podían dirigirse al único Dios verdadero, pero la realidad es que allí sólo podían percibir el ruido, el tufo y las coces de los animales y el comportamiento no mejor de los religiosos. De hecho, los cambistas se ocupaban de cambiar monedas con imágenes humanas por otras que no las tenían en un cumplimiento estricto de Éxodo 20 y los comerciantes de ganado, controlados por el clero, ofrecían unos animales que, supuestamente, eran sin defecto y no como los que traían los pobres peregrinos. Por supuesto, los que ofrecían los siervos del clero eran más caros. En teoría, en aquel lugar se servía a Dios e incluso se procuraba que ese servicio fuera mejor; en realidad, no existía nada más que un monstruoso tráfico para hinchar las arcas del clero. ¿Les suena familiar? Naturalmente, todo se podía justificar hablando de bendiciones derivadas de realizar aquellos sacrificios, realizar donaciones y un largo etcétera, pero Jesús fue meridianamente claro: eran gentes que habían convertido un lugar de oración en cueva de ladrones.
Como era de esperar, las autoridades religiosas acabaron dirigiéndose a Jesús para, retóricamente, preguntarle si se daba cuenta de lo que gritaba la gente (21: 15), una gente que lo contemplaba como el Hijo de David, es decir, como el mesías. La respuesta de Jesús fue citar unos versículos del salmo 8 donde se dice que incluso los niños más pequeños pueden alabar a Dios. Quizá aquellas gentes estuvieran a la altura espiritual de una criatura pequeña, pero eso no les impedía alabar a Dios como no lo estaban haciendo las autoridades del templo (21: 16-17). Lamentablemente, el estado espiritual de Israel – la higuera, el huerto, la viña de Dios en tantos textos de los profetas – era deplorable. La vida espiritual, a fin de cuentas, se define por los frutos. No por lo que algunos pueden considerar como tales – la fama, el aumento de la cuenta corriente, las alabanzas… - sino por lo que Dios considera frutos. La historia de la higuera maldita por Jesús constituye una extraordinaria enseñanza. Como todo en ella era apariencia – hojas sin frutos – Jesús pronunció sobre ella una sentencia de condenación (21: 18-19). El cómo pudiera suceder que la higuera se secara provocó una respuesta inmediata de Jesús. No había nada de especial en aquello. A decir verdad, la fe de aquellos que oran a Dios sin dudar recibe resultados mucho mayores (21: 21-22). Lo lamentable era contemplar cómo Israel había desperdiciado su oportunidad. Su incredulidad arrastraba a muchos de sus miembros a no creer en Jesús como mesías y a no dar el fruto esperado por Dios. El resultado había sido no una relación personal y fecunda con Dios sino un sistema religioso donde se abrigaba un sentimiento de enorme superioridad espiritual, pero donde, en realidad, lo que debía ser casa de oración se había transformado en cueva de ladrones. Sin duda, se trata de una enseñanza llena de actualidad.
CONTINUARÁ