(21: 23-46): el Rey señala el final de un sistema
No resulta fácil hacerse idea cabal de la importancia del templo de Jerusalén aquel año 30 d. de C.. Para los judíos, desapareció hace casi dos mil años y, de hecho, el judaísmo talmúdico es, sobre todo, un intento de supervivencia espiritual precisamente después de la destrucción del templo de Jerusalén. Con su arrasamiento, los judíos se quedaron sin el mecanismo de expiación de los pecados expuesto en la Biblia y, por ello, sin posibilidad de perdón divino. El Talmud iba a ser un intento de enfrentarse con semejante abismo espiritual.
Si para los judíos ese drama era inmenso, para los cristianos tuvo una enorme relevancia porque legitimaba su predicación de que la expiación del pecado deriva de un sacrificio, realizado una vez y para siempre, el del mesías Jesús en la cruz. Que el templo desapareciera era totalmente lógico. Implicaba el final del judaísmo del templo y el inicio del nuevo pacto basado en la sangre del mesías. Al respecto, no deja de ser significativo que la carta a los Hebreos, escrita antes del año 70 d. de C., ya indicará que al sistema del templo le quedaba poco tiempo porque Jesús había sustituido el sistema de sacrificios del templo por una expiación final.
Ese final del antiguo pacto y su sustitución por el nuevo es absolutamente esencial para comprender la vida y el mensaje de Jesús, pero también el cristianismo y resulta lamentable comprobar el absoluto despiste que existe al respecto en no pocos lugares.
Jesús limpió el templo y de esa manera dejó de manifiesto la inmensa putrefacción en que había caído el sistema del templo. Por supuesto, los defensores del sistema intentaron oponer a su acción la objeción de que carecía de autoridad. Esa conducta dio lugar a un episodio que deja de manifiesto el sentido del humor que impregna muchas de las palabras y acciones de Jesús. Estaba dispuesto a indicar cuál era su autoridad si sus opositores le indicaban de dónde procedía la autoridad del profeta Juan el Bautista al que habían rechazado con poca menos vesanía que a él (21: 23-27).
Con todo, el drama no podía ser más claro. La gran desgracia histórica de Israel aparece expresada en dos dolidas parábolas de Jesús. La primera – la de los dos hijos – pone de manifiesto hasta qué punto se puede pretender que se sirve a Dios y, a la vez, cerrar los oídos a Sus anuncios. Era el gran drama de sus dirigentes espirituales que, precisamente en términos espirituales, se encontraban en peor situación que las rameras y los publicanos (21: 31). De una prostituta puede esperarse que, en algún momento, reflexione sobre su situación y busque salida en la misericordia de Dios. Incluso alguien tan encanallado como un recaudador de impuestos podría darse cuenta de las consecuencias criminales de sus expolios y desear un cambio de vida. No es imposible, desde luego. Pero ¿cabe esa posibilidad en gente que vive privilegiadamente en calidad de representantes únicos de Dios en este mundo? Mucho menos. Israel había escuchado la predicación de Juan el Bautista y algunos – como las rameras – aceptaron su mensaje, pero no podía decirse lo mismo de la mayoría y, sobre todo, de sus dirigentes.
No se trataba de una conducta excepcional. Como señalaría Jesús en la parábola siguiente, en realidad, ha sido la trayectoria de milenios de Israel. Siglo tras siglo, ha rechazado a los profetas y, de manera trágica, al mesías. Exactamente igual que aquellos labradores a los que el dueño les encomendó una viña y respondieron atacando e incluso matando a los siervos que pedían cuentas como los profetas (21: 35). Ese errar de siglos llegaría a su consumación cuando dieran muerte al propio Hijo de Dios (21: 38-39). Sin embargo, ahí no acabaría la Historia. Por el contrario, ese asesinato execrable constituiría la confirmación de que Jesús era el mesías, la piedra desechada según el Salmo 118: 22-23, sobre el que se levantaría el pueblo de Dios. Jesús – no Pedro – era esa piedra y la muerte no lo sacaría de la Historia. Por el contrario, el Reino sería quitado a aquel colectivo sordo y entregado a otro que escuchara (21: 43-44). Los que a día de hoy pasan por alto que la conducta de Dios no está relacionada con la pertenencia a una nación o a un pueblo sino con la obediencia pierden totalmente de vista esta importantísima enseñanza de Jesús. Sin embargo, el mensaje de Jesús fue entendido a la perfección por los dirigentes espirituales de Israel (21: 45-46). Había que matarlo, pues, pero en circunstancias que no provocaran una reacción.