Ha resucitado (capítulo 28)
Es imposible no sentir una sensación sobrecogedora de angustia – quizá incluso de repulsión – al concluir el capítulo 27 de Mateo. En sus versículos se junta lo peor de la naturaleza humana. Allí tenemos expuesta con descarnada sencillez desde la religión dispuesta a asesinar para conservar el poder a las instituciones entregadas a condenar a un inocente para no tener problemas; de los dirigentes espirituales que se burlan de un moribundo a los reos que no tienen inconveniente en insultar al que padece con ellos; de los cobardes que abandonan al maestro supuestamente amado a los que sólo desean asegurarse de que la muerte del ser odiado sea el final. Frente a esas conductas, sólo aparece la excepción de unas mujeres atemorizadas y a lo lejos, de otra que no logró convencer a su marido y de un discípulo secreto que tan sólo pudo rendir un servicio al maestro difunto.
¿Quién podría negar que la misma existencia del ser humano es así? El bien es rechazado por los que más deberían asirse a él; los justos son perseguidos e incluso asesinados; los dirigentes religiosos extravían malignamente más que guían hacia la rectitud y las autoridades políticas se mueven más por sórdidos intereses que impulsados por la justicia. En medio de ese panorama, quizá lo único que se puede hacer es recordar con afecto a las víctimas de esta vida como hicieron algunas de las mujeres que habían seguido a Jesús (Mateo 28: 1).
Lo que cambió aquel sombrío, triste y común panorama fue la intervención directa de Dios en la Historia. Cuando las mujeres llegaron al sepulcro, un terremoto había abierto la tumba y provocado la incapacidad de reacción de la guardia que, más que posiblemente, identificó lo sucedido con un acontecimiento sobrenatural (Mateo 28: 2-4). Las mujeres encontraron un panorama que debió despertar su miedo, un miedo que el ángel les dijo que evitaran (28: 5). Jesús, al que buscaban, no estaba en el sepulcro sino que había resucitado y la prueba era que el lugar que había ocupado en la tumba estaba vacío (28: 6).
Como otros evangelistas, Mateo no tiene el menor ánimo de ser exhaustivo a la hora de relatar las apariciones del resucitado. Selecciona sólo una parte del material conocido por los primeros cristianos y su selección es enormemente interesante.
En primer lugar, se centra en no escasa medida en Galilea y es lógico que así sea por varias razones. Por un lado, Galilea es la tierra profetizada donde se vería una gran gran luz; por otro, Galilea es un territorio a mitad de camino entre Judea y el mundo gentil que simboliza magníficamente como la esperanza de Israel se revelaría universal. A esto hay que añadir un elemento de reivindicación. Que Dios reivindica a los Suyos es absolutamente innegable. Lo hace a Su tiempo, pero siempre los reivindica. Jesús fue rechazado por unos incrédulos galileos. En esa misma Galilea, aparecería como resucitado. Cualquiera que haya leído los capítulos anteriores de Mateo se percata de ello.
En segundo lugar, la selección de los personajes muy notable. Primero, están las atemorizadas mujeres que, sin embargo, mostraron más valentía que los discípulos comenzando por los apóstoles. Al verlo resucitado, lo adoraron inmediatamente (28: 10). Aquellas mujeres contrastaban claramente con unos discípulos que dudaron incluso al verlo resucitado (28: 17).
En tercer lugar, Mateo deja de manifiesto que no hay peor ciego que el no quiere ver. El que Jesús hubiera desatado los lazos de la muerte, el que la tumba estuviera vacía, el que hubiera testigos de lo acontecido no conmovió un ápice a las autoridades religiosas. Su problema no era aceptar la verdad sino seguir sirviendo a la mentira y para hacerlo el soborno y el embuste propagandístico eran instrumentos útiles. No tenían el menor deseo de conocer la verdad y menos una verdad que amenazara su statu quo. Era mejor silenciar la información y continuar propalando esa mentira en adelante (28: 11-15).
Finalmente, Mateo señala algo enormemente relevante. La resurrección de Jesús no es el final. Por el contrario, es el pistoletazo de salida de la expansión de la Buena noticia. El crucificado tiene toda potestad en el cielo y en la tierra (28: 18) y de esa potestad arranca su mandato de ir y predicar. Curiosamente, el mandato de Jesús no es predicar el mensaje de salvación – aunque, ciertamente, no excluye esa posibilidad – sino el de hacer discípulos en todas las naciones. Son esos discípulos – no meros creyentes – los que serán bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, una clara fórmula trinitaria que suele poner muy nerviosos a los unitarios. A esos discípulos no basta con predicarles el mensaje de salvación y, quizá, algo de autoayuda cristiana. En realidad, hay que enseñarles que guarden todo lo que Jesús enseñó.
Uno de los grandes dramas del cristianismo es la manera en que ha sido selectivo con las enseñanzas de Jesús. Que porciones enteras de su palabra hayan quedado y queden fuera de la enseñanza prodigada en las iglesias – no digamos ya si se les ha añadido infinidad de mandatos, prácticas y doctrinas que Jesús jamás pronunció - constituye una de las peores vergüenzas de la Historia del cristianismo.
Porque el orden de Jesús es claro: 1. Haced discípulos, 2. Bautizadlos - ¿qué niño de pocos días podría ser bautizado de acuerdo a las enseñanzas de Jesús? – y 3. Enseñadles todo. Esa es la verdadera evangelización y no lo que muchas veces se entiende como tal.
No deberíamos temer obedecer tan claro mensaje de Jesús – aunque es obvio que el miedo ha impedido cumplir con él en infinidad de ocasiones – y no deberíamos temerlo porque él estará con nosotros hasta el fin de este mundo en el que vivimos. Lo que vendrá después ya será otro mundo.