No más afortunado fue el intento de crear un régimen verdaderamente constitucional. La Regencia de María Cristina no sólo debió ocuparse de la guerra contra los carlistas y de la difícil situación financiera, sino también a la articulación del nuevo estado, un estado moderno cuya creación se acometía con décadas de retraso en relación con el resto de Europa occidental. En breve tiempo, surgirían de ese empeño dos constituciones. Lo más lógico hubiera sido regresar a la constitución de 1812, pero la división de los liberales entre moderados y progresistas llevó a los primeros a proceder a la elaboración del Estatuto real de 1834. Este texto legal no fue una constitución propiamente dicha sino un estatuto, es decir, un texto otorgado por el rey al pueblo. Su redacción se debió a Martinez de la Rosa – llamado por sus adversarios políticos Rosita la pastelera por su tendencia a las componendas – y adoptó la forma de carta otorgada, es decir, que la soberanía no residía en la nación, como había indicado la Constitución de 1812, sino en el rey que compartía algunas funciones con el parlamento. Por añadidura, las Cortes aparecían contempladas como un organismo situado a mitad de camino entre una asamblea consultiva y una legislativa, y podían ser interferidas por el rey. Finalmente, el monarca tenía el monopolio de la iniciativa legislativa; convocaba, suspendía o disolvía las Cortes; sancionaba las leyes con posibilidad última de ejercer el derecho de veto; nombraba próceres de modo ilimitado; elegía al presidente y vicepresidente de los Estamentos y nombraba y cesaba al presidente del consejo de ministros y a los miembros del gabinete. El Estatuto real significaba el fin del absolutismo, pero, a la vez, no implicaba un régimen liberal y representativo. A lo sumo, se daba un proto-parlamentarismo al ser necesaria la confianza del rey y de las cortes para gobernar.
No puede sorprender que el Estatuto no agradara a los liberales. Así, el 13 de agosto de 1836 se sublevaron los sargentos de la Granja proclamando la constitución de 1812. La respuesta moderada a ese intento de regresar a los inicios políticos del s. XIX – inicios mucho más representativos que los que se vivían en esos momentos - fue promulgar una nueva constitución, la de 1837. De ánimo conciliador, el texto pretendía encajar de manera práctica a la monarquía en el sistema parlamentario. Así, recogía el principio de soberanía nacional y el texto más desarrollado hasta entonces de reconocimiento de derechos fundamentales, pero ambos aspectos los templaba con la existencia de unas cortes bicamerales. El final de la Regencia resultaría, sin embargo, negativo para este avance político.
El final de la Regencia – como en tantas ocasiones de la Historia de España – tuvo lugar de manera casi fortuita y relacionada más con asuntos privados que públicos. Poco después de la muerte de su esposo, la reina se casó secretamente en 1833 con el sargento Agustín Fernando Muñoz y Sánchez. Este episodio distó mucho de ser inmoral, pero fue utilizado contra la Regente por los enemigos de las reformas liberales.
La segunda razón fue la imposibilidad de conciliar los puntos de vista de los liberales divididos en moderados y progresistas. Al controlar estos últimos casi toda España mientras duraba la guerra carlista poco a poco se fue abriendo camino la idea de un golpe – denominado revolución – que provocara un cambio de rumbo en la política. Así sucedió efectivamente. La denominada revolución de 1840 arrojó de la Regencia a María Cristina y se la entregó a uno de los progresistas más relevantes, el general Espartero.
CONTINUARÁ