De manera bien reveladora, Figueras aprovechó la muerte de su esposa para pedir un permiso del que no regresó. Lo sustituyó en el cargo que tan mal había desempeñado el presidente interino Pi i Margall. Su presidencia – bajo la que se redactó un disparatado proyecto de constitución republicana – rayó en el delirio y, seguramente, no podía ser de otra manera porque Pi i Margall era más un dirigente con características de fundador de una orden religiosa – veleidades ascéticas incluidas – que un político sensato. De manera nada sorprendente, sus tesis acabaron siendo asimiladas por el anarquismo, otro movimiento que, en España, presentaba una mentalidad profundamente religiosa mucho más cercana a la iglesia católica que a un análisis meramente político.
Ese misticismo político, carente, por otra parte, del frío realismo de la iglesia católica tuvo como consecuencia una desintegración territorial extraordinaria. Se declararon repúblicas independientes Cataluña, Málaga, Cádiz, Sevilla, Granada, Valencia y Castellón. Se trataba sólo del principio. Así, por ejemplo, Camuñas, un pueblo situado junto a la raya de Toledo y Ciudad Real se declaró independiente y soberano. Y conocido es cómo se proclamó también el Cantón de Cartagena que tuvo como caudillo al huertano Antonete Gálve mientras la república independiente de Granada declaraba la guerra a la de Jaén o la de Jumilla decidía ir a la guerra contra todas las “naciones” vecinas incluida Murcia. Pi cayó un 18 de julio tras afirmar que los protagonistas del episodio del cantón de Cartagena eran sus correligionarios y que él era partidario de la política de concesiones.
El fracaso estruendoso de los dos primeros presidentes republicanos abrió camino hacia un intento de república unitaria que mantuviera la estabilidad política y la integridad territorial de la nación. Así, de manera bien significativa, la primera república acabó siendo apuntalada por las bayonetas. Salmerón intentó acabar con el cantonalismo recurriendo al ejército, pero fracasó acosado por los carlistas – que no lograron unir el foralismo con el movimiento cantonalista – y por los cantonalistas. Salmerón dimitió el 6 de septiembre al negarse a firmar unas sentencias de muerte. Lo sustituyó Emilio Castelar. Aunque había defendido brillantemente el derecho a la libertad religiosa y era un partidario decidido de la separación de la iglesia y el estado, Castelar supo captar que la revolución inquietaba lo suficientemente a la iglesia católica como para llegar a algún tipo de acuerdo. Sagazmente, inició una serie de negociaciones con la Santa Sede para cubrir numerosas vacantes episcopales. Las gestiones tuvieron éxito y provocaron la comprensible irritación de los carlistas y de otros grupos católicos que no acertaban a entender que la Santa Sede se prestara a las maniobras del republicano. Como en tantas ocasiones antes y después, aquellos fieles católicos no acertaban a percatarse de que la iglesia a la que pertenecían tenía intereses muy superiores a los suyos particulares.
CONTINUARÁ