El fracaso del Sexenio revolucionario iba a desembocar en un nuevo régimen que se intuía ya en las boqueadas de la I República. Sustentado en una nueva restauración borbónica, iba a intentar cambiar todo para que todo siguiera igual al período anterior al derrocamiento de Isabel II. De manera nada sorprendente, en esa transición y configuración del nuevo régimen tendría un papel especial la iglesia católica. Así quedó de manifiesto desde el primer momento. Como en otros episodios, anteriores y posteriores de la Historia de España, las oligarquías de siempre forjarían un nuevo régimen a espaldas del pueblo y la iglesia católica, una de las instancias más beneficiadas, bendeciría el proceso y, por supuesto, se aprovechó de él.
Antonio Cánovas del Castillo, gran factótum de las intrigas restauracionistas, no tuvo problemas para hacerse con ayudas procedentes de industriales catalanes y hacendados cubanos, dos instancias que no pocas veces se confundían. La razón de aquel apoyo era obvia. Durante la I República, se había llevado a cabo un nuevo intento de librecambismo impulsado por el catalán Laureano Figuerola secundado por Segismundo Moret. Ese intento de dar entrada en España al librecambismo provocó – y no sorprende - el nacimiento del nacionalismo catalán dotado de un carácter acusadamente proteccionista. No deja de ser significativo que las oligarquías catalanas pasaran de manera acelerada del federalismo republicano al proteccionismo regionalista. Seguían así una trayectoria ya anterior que ha perdurado hasta el día de hoy y que, en todas las ocasiones, ha costeado el resto de España. Fue el dinero de esas oligarquías el que permitió a Cánovas organizar círculos alfonsinos por el país.
En diciembre de 1874, Cánovas difundió el Manifiesto de Sandhurst en que Alfonso, el hijo de Isabel II, se proclamaba “buen español, buen católico y verdaderamente liberal”. De esa manera, el joven príncipe tendía la mano a todos los poderes fácticos que podían entregarle el trono: las oligarquías, los españoles hartos del cantonalismo, la iglesia católica y los partidarios de un régimen constitucional que no fuera democrático como el de la constitución de 1868 sino más dúctil a la acción de los grupos de presión. Era ya cuestión casi de días que el régimen republicano desapareciera y así sucedió cuando el 29 de ese mismo mes, el general Arsenio Martínez Campos se pronunció en Sagunto provocando la caída de Serrano y brindando a Cánovas el poder. El nuevo gobierno se constituía cuarenta y ocho horas después del pronunciamiento. Del Sexenio revolucionario sólo quedarían la peseta, creada en 1868; el tranvía de mulas, establecido en 1871 y la conversión del Banco de España en banco nacional con monopolio para la emisión de moneda en 1874. Era bien poco para tan grandioso experimento democrático. Volvía a quedar de manifiesto lo mismo que había sucedido en 1814, el que un pueblo mantenido en la minoría de edad por la iglesia católica o rechazaba su libertad al grito de “¡Vivan las ca´enas!” o se revelaba incapaz de administrarla sin arruinar el sistema que se la había concedido. Esa mentalidad de siglos tendría además una consecuencia directa – y trágica – en el nuevo orden político y en la configuración peculiar de la izquierda española en esa misma época.
CONTINUARÁ