Sábado, 27 de Abril de 2024

(CXXV): El régimen de la Restauración (XIV): El desastre de 1898 (IV)

Viernes, 27 de Octubre de 2023

Con todo, no faltaron los pensadores que se percataron de que la iglesia católica era una parte nada desdeñable de los problemas que padecía España.  Si el antiguo diputado y miembro de la Real Academia de Ciencias políticas y morales Damián Isern apuntó muy correctamente que la iglesia católica era responsable de la pobreza cultural de España[1] – una acusación que, lamentablemente, era irrefutable desde un punto de vista histórico – Ricardo Macías Picavea, un republicano que había sido maestro, pudo señalar cómo la institución no se escapaba de la decadencia nacional[2].  Por supuesto, la iglesia católica podía intentar lanzar la culpa de los desastres nacionales sobre los demás, pero no resultaba realista pretender que una entidad que se había aprovechado tanto de un régimen, que era reconocida como religión oficial y que había logrado imponer y detener cambios legislativos no tenía responsabilidad alguna en la situación.  Por el contrario, todo apuntaba a que su involucramiento en la política hasta extremos inconcebibles en un estado moderno era uno de los terribles males que impedían que el régimen pudiera evolucionar en una dirección que lo salvara y que pudiera atender a los males que aquejaban a la nación.  No fue así.  Por el contrario, con la caída de los liberales y el acceso al poder de Silvela, los obispos vieron el campo abierto a una fiscalización todavía mayor de la política nacional.

En septiembre de 1899, a la vez que lanzaban interpretaciones apocalípticas – y bastante erróneas – de lo sucedido unos meses antes, los obispos dirigieron una carta al nuevo presidente de gobierno para que siéndolo “de una nación católica” lo dejará de manifiesto “en sus actos públicos”.  Esos actos públicos que debían demostrar el carácter católico del gobierno, de manera bien reveladora, no se referían a la corrupción política, la perversión del sistema electoral o las injusticias que se cometían con sectores nada escasos de la sociedad.  Por el contrario, consistían, fundamentalmente, en someterse a los dictados de la iglesia católica en áreas como un cumplimiento severo del artículo 11 de la constitución que reconocía cicateramente la libertad religiosa, la abolición de la libertad de prensa, el control episcopal de la educación, la expulsión de los profesores de universidad y secundaria que “se aparten de las doctrinas católicas” y, por supuesto, el incremento del dinero que el estado entregaba a la iglesia católica[3].  Al final, la conducta pública que se esperaba del gobierno no era otra que la sumisión, hasta casi la reducción de protectorado, del gobierno nacional a la iglesia católica.  Todo ello en una época en que, precisamente, esa conducta había derivado, una vez más, en un desastre.  Sin embargo, para ser ecuánimes, los obispos no hacían más que comportarse de acuerdo con el espíritu de la institución a la que decían servir, una institución que no dudaba en absoluto en utilizar la mentira para propagar las más horribles calumnias antisemitas.  Ese mismo año de 1899, L´Osservatore Romano, el periódico oficial de la Santa Sede, publicó un tratamiento del “crimen ritual judío” en que repetía las mismas atroces y falsas afirmaciones que habían justificado los pogromos antisemitas y la expulsión de los judíos[4]

La situación con la que se enfrentaba el régimen de la Restauración no se escapó de la consideración de sus políticos más brillantes.  En junio de aquel mismo año de 1899, el liberal Canalejas señaló los peligros con los que tenía que enfrentarse la nación: el clericalismo, el militarismo, el regionalismo y el capitalismo que actuaba de manera injusta.  El primero era, obviamente, la iglesia católica; el segundo estaba siendo utilizado también por ella especialmente desde que, con ocasión del Desastre, llegó a la conclusión de que podía constituir un importante aliado; y el tercero, como tendremos ocasión de ver, fue creado directamente por ella. 

A diferencia del análisis de la actualidad articulado por los obispos no pocos españoles estaban viendo cómo una de las causas principales de la decadencia nacional el peso enorme de la iglesia católica en la política.   A disipar esa visión no contribuyó precisamente el que aparecieran informaciones publicadas por la prensa en que se relataban los abusos sexuales de miembros del clero, la opacidad de la economía de las órdenes religiosas o la disciplina severa de centros docentes católicos[5] o que se iniciaran batallas con las autoridades por la exposición en el exterior de las casas de la imagen del Sagrado Corazón, un símbolo religioso que, en otras partes del mundo, no habría tenido mayor relevancia que la de expresar una devoción católica, pero que en España había sido uno de los emblemas de la guerra civil y, por lo tanto, era portador de las peores connotaciones[6].   Buena prueba de la tensión creada en el cuerpo de la nación por las acciones políticas de una iglesia determinada a tutelar la acción del gobierno es el episodio relacionado con el estreno de la obra teatral Electra, el 30 de enero de 1901 en Madrid.  


CONTINUARÁ

[1]  Damián Isern, Del desastre nacional y sus causas, Madrid, 1900, pp. 86-87.

[2]  Ricardo Macías Picavea, El problema nacional: hechos, causas, remedios, Madrid, 1899, p. 241.

[3]  Exposición al Señor Presidente del Consejo de Ministros, 4 de septiembre de 1899, La Cruz, 1899, pp. 283-289.

[4]  Véase un análisis detallado del tema en David. I. Kertzer, The Popes…, pp. 218 ss.

[5]  Sobre éstas, véase W. Callahan, p. 54 ss.

[6]  Idem, Ibidem, p. 56.

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