Sin embargo, de momento, los escasos seguidores del socialismo manifestaron una tendencia contraria. Así, en 1872, el congreso obrero de Córdoba se decantó en favor de los anarquistas y en contra de los marxistas. Semejante paso tenía no poca coherencia psicológica. El anarquismo tenía no pocos paralelos con una mentalidad religiosa y algunos de sus primeros dirigentes, como Anselmo Lorenzo, adoptaron un tono en el que resonaban ecos de predicador. De manera bien significativa, la recién nacida izquierda tuvo un papel no en la revolución que derribó a Isabel II y buscó crear un régimen constitucional, sino en el movimiento cantonalista. La sublevación de Alcoy, por ejemplo, fue impulsada por miembros de la Internacional y en Cádiz tuvo un papel esencial Fermín Salvochea.
El anarquismo no tardó en abrazar un terrorismo místico que creía en la posibilidad de alcanzar la utopía mediante la eliminación física de aquellos que, supuestamente, impedían su advenimiento. De manera bien significativa, arraigó únicamente en otros países de herencia católica, como Italia, u ortodoxa, como Rusia.
Si peculiar fue esa izquierda española primigenia vinculada con pasión religiosa al anarquismo no lo fue menos la manera peculiar que adoptó el socialismo encarnado en el PSOE. El Partido Socialista Obrero Español se fundó en 1879 en una taberna de Tetuán, Madrid. De sus miembros fundadores 16 eran tipógrafos; 4, médicos, 2, plateros, uno, doctor en ciencias, otro marmolista y otro más zapatero. En comparación con otros partidos hermanos de Europa era muy pequeño y de casi nula altura intelectual. Esas circunstancias explican que no comenzara a funcionar hasta 1881, gracias a la política de un gobierno liberal, y que hasta 1888 no experimentara una existencia apreciable. En ese año se fundó en Barcelona la UGT, pero lo cierto es que, finalmente, el centro neurálgico del socialismo español se estableció en Madrid desde donde irradiaría su influencia a Vizcaya, Asturias, Valladolid y Galicia.
De manera bien significativa y que suele pasarse por alto, el PSOE no partía de un análisis marxista, en cualquiera de sus formas, como sucedía en otras naciones europeas. Su marxismo era de segunda factura – y de baja categoría – y se relacionaba con Guesde que fue el único autor que conocía Pablo Iglesias, el antiguo tipógrafo convertido en secretario general, y que propugnaba la huelga como instrumento revolucionario. Esa ausencia de altura intelectual unida a una visión psicológicamente religiosa de la realidad explica que la meta del PSOE fuera, fundamental, expresa y confesamente, la dictadura del proletariado, es decir, la aniquilación del sistema parlamentario para sustituirlo por una dictadura socialista. En ese sentido, el PSOE intentaría desde el principio, justo es decir que sin ocultarlo, minar el sistema constitucional aprovechando todos sus espacios de libertad como, por ejemplo, sucedería con la Comisión de Reformas creada por los liberales. El PSOE fue desde su nacimiento – lo que significó un drama nada pequeño para la nación - un partido no sólo sin metas democráticas sino abiertamente anti-democrático. Esa incapacidad para evolucionar hacia otras posiciones más templadas, como sucedería en Alemania, derivaba directamente de una visión dogmática y exclusivista de la realidad que contaba con lamentables precedentes históricos en suelo español.
CONTINUARÁ