Las capitulaciones se firmaron en Londres, representando a la parte española el conde de Egmont, y la boda se celebró por poderes el 5 de enero de 1554. El mes de mayo del mismo año, Felipe inició su viaje a Inglaterra. Como muestra de las finalidades del matrimonio, resulta significativo que se le atribuyera la frase “Yo no parto para una fiesta nupcial, parto para una cruzada” y que entre los acompañantes de Felipe tuviera un papel especial el cardenal Carranza al que ya nos hemos referido y al que se había encomendado incluso la redacción de un catecismo que facilitara la reincorporación de Inglaterra a la causa de Roma.
El 19 de julio, llegó el príncipe Felipe a Inglaterra y, finalmente, el 25 se encontró por primera vez con María. Se celebraron inmediatamente la ratificación nupcial y la misa de velaciones transcurriendo la luna de miel en el castillo de Windsor. Los comentarios de los contemporáneos señalan que la mayor preocupación de todos era que María quedara embarazada cuanto antes y, al respecto, no eran pocos los ingleses que afirmaban que, una vez encinta de un heredero, Felipe podía regresar a España por donde había venido.
La tarea no debía ser fácil porque María, profundamente enamorada, gustaba de prodigar a Felipe innumerables ternezas que éste soportaba de la mejor manera posible. Ruy Gómez de Silva, escribiendo a Francisco de Eraso, secretario de Carlos V, indicaría, por ejemplo, que si María hubiera utilizado los “vestidos y tocados (españoles)... se le parecería menos la vejez y la flaqueza” y señala de manera bien abierta que “para hablar verdad con vuestra merced, mucho Dios es menester para tragar este cáliz; y lo mejor del negocio es que el Rey lo ve y entiende que no por la carne se hizo este casamiento, sino por el remedio deste Reino y la conservación destos Estados”.
Con todo, no cabía engañarse. El placer que Felipe, presumiblemente, no encontraba en María, no tardó en hallarlo en otros cuerpos femeninos. El hecho de ser un fanático católico no impidió que durante su breve estancia en Inglaterra, Felipe tuviera relaciones íntimas, como mínimo, con Catalina Laínez, con una panadera y con Magdalena Dacre, doncella de honor de la reina María Tudor. Según se desprende de fuentes de la época, fruto de aquellos devaneos extraconyugales nacieron algunos bastardos.
Aquellas circunstancias no tuvieron mayor relevancia, en parte, porque eran práctica habitual en las cortes católicas; en parte, porque María Tudor conocía su oficio y estaba profundamente enamorada, y en parte, y no escasa, porque a comienzos de 1554 comenzó a extenderse la noticia de que la reina estaba embarazada. El aumento de tamaño del vientre regio así como la desaparición de las reglas constituían buenas razones para creer en ello. El optimismo que esto provocó en el clero católico fue inenarrable. El cardenal Pole llegó a saludar a la reina diciéndole “Dios te salve María, bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre”. Sin duda, rozaba el prelado la irreverencia, pero no era cosa baladí dentro de la estrategia de la Contrarreforma el recuperar Inglaterra para Roma. A finales de noviembre, se comunicó al Consejo oficialmente la existencia del embarazo dándose cuenta igualmente al Parlamento. De manera bien significativa, se ordenó a los obispos la celebración de misas de acción de gracias así como que en todos los oficios divinos se incluyeran preces por los reyes y el futuro príncipe.
No menor fue la satisfacción del emperador Carlos V. Su hijo Felipe, a la sazón rey de Inglaterra, estaba garantizando con su simiente el triunfo de la iglesia católica y del proyecto imperial. Su esperanza no resultaba, desde luego, carente de fundamento. El 3 de enero de 1555, el parlamento, que se mostró tan dócil con María como con su padre, votó el regreso a la obediencia a Roma y el final del cisma [1]. Inglaterra volvía a ser oficialmente católica.
Los cálculos señalaban los finales del mes de abril como fecha del parto y con la intención de facilitar éste se dispuso el traslado de la reina María al palacio de Hampton Court. Sin embargo, llegó la fecha, pasó, y no se produjo el esperado alumbramiento sino una notable reducción del vientre de la reina. Para cuando la corte – y los reyes – se desengañaron, María había sufrido dolores de parto, los sacerdotes de Hampton Court habían elevado innumerables preces e incluso se habían disparado salvas desde los barcos, volteado las campanas y cantado Te Deum en las iglesias. Posiblemente, María padeció un embarazo histérico y, de hecho, estuvo durante varios días sentada con la cabeza a la altura de las rodillas para facilitar un parto que nunca tuvo lugar.
Tan fiados estaban María, Felipe y las cortes católicas en que Dios tenía que ayudar la causa de la Santa Sede con aquel nacimiento que el golpe resultó descomunal aunque no faltó enseguida quién pensó en obtener beneficio de la situación. Bonner, el obispo de Londres, anunció a la reina que el episodio no era sino un castigo divino por no llevar a cabo con suficiente entusiasmo la persecución de los protestantes. María tomó buena nota del consejo episcopal y en los tres meses siguientes fueron quemadas en la hoguera cincuenta personas relacionadas con la fe de la Reforma. Sin embargo, a esas alturas, las esperanzas de embarazo habían disminuido considerablemente.
Felipe, que había desempeñado hasta entonces su deber conyugal con innegable tesón, decidió abandonar el país y el 29 de agosto de 1555, zarpó en dirección a Flandes. Llegado a este lugar, escribiría que “su mujer le estuvo haciendo creer un año entero que se hallaba encinta para retenerle a su lado, y que de ello estaba tan confuso y sentido, que si él volvía a España no saldría jamás de allí para no sufrir otro bochorno semejante”. Es comprensible el pesar de Felipe, pero poco puede dudarse de que también él había tenido parte de la culpa. Convencido – como seguiría estándolo a lo largo de su reinado – de que Dios estaba de su parte simplemente porque él estaba de la del papa, acababa de experimentar su primer fracaso. No sería ni el único ni el más grave.
Durante los siguientes años, Felipe no dejó de sumar excusa a excusa para no regresar al tálamo de su regia esposa. En marzo de 1557, volvió a cruzar el Canal con la intención de afianzar la alianza contra Francia. La reina le recibió pletórica de alegría porque a sus cuarenta y dos años no había perdido la esperanza de quedar embarazada de su joven esposo. Hasta primeros de julio del mismo año, quedó Felipe a su lado. Marchó ya de manera definitiva y María volvió a experimentar - ¿nuevo síntoma de una naturaleza histérica, quizá relacionada con el fanatismo religioso? – otro embarazo psicológico que esta vez ya no convenció a nadie. El mismo Felipe comisionó al duque de Feria para que viajase a Inglaterra y felicitase de su parte a la reina, si bien averiguando lo que de verdad había en la noticia. El duque de Feria no tardó en contestar a Felipe que la reina no estaba encinta y que, para colmo de males, era presa de insomnio y melancolías.
María, sin embargo, no perdía la esperanza de una intervención divina que favoreciera a ella, fiel hija de la iglesia de Roma y restauradora del catolicismo en Inglaterra. En su testamento dejó señalado que se creía embarazada. Se equivocaba y, para colmo, no iba a tardar en morir. Se ha especulado mucho con su enfermedad apuntándose desde la hidropesía cardiaca al cáncer abdominal pasando por la peritonitis tuberculosa de forma ascíticotumoral. Nada es seguro. Sí parece mejor establecido que contrajo una gripe que la llevó en agosto a guardar cama inexcusablemente. El 17 de noviembre de 1558, el mismo año en que la Inquisición comenzaba a interrogar a los testigos contra el protestante Pedro de Cazalla[2], comparecía ante el juicio del Dios al que había creído servir.
María había sido reina de España, aunque sin haber pisado nunca esta nación y sin proporcionarle un solo vástago regio. Difícilmente podría haber fracasado la empresa de manera más estrepitosa. Ciertamente, María, pronto apodada “la sanguinaria”, devolvió a Inglaterra al seno de la iglesia de Roma y ejecutó a 273 protestantes mientras los exiliados se elevaban a centenares. Ciertamente, tales acciones fueron aplaudidas – e incluso impulsadas - por la jerarquía católica inglesa y la Santa Sede pero también no menos ciertamente tuvieron un efecto negativo para la causa católica. Quizá una política más tolerante habría conservado a buena parte de la población en el seno del catolicismo, pero el respeto a otra fe era absolutamente incompatible con la Santa Sede y las hogueras de María acabaron obteniendo el efecto contrario. Cuando expiró, la mayoría de los ingleses respiró con alivio y los protestantes reanudaron su proyecto reformador. La tolerancia de Isabel Tudor, su sucesora, fue tan considerable que hasta 1570 el papa no la excomulgó. Sin embargo, actuando así, el pontífice sólo consiguió afianzarla en el trono y convertir en irreversible la Reforma en Inglaterra. Los caminos del Señor son ciertamente inescrutables. De nada de ello era consciente un Felipe II más que decidido no sólo a que la Santa Sede marcara las líneas de su política exterior sino también las de la interior. Así quedaría de manifiesto en el exterminio de los protestantes españoles.
CONTINUARÁ
[1] Los bienes de la iglesia católica siguieron, no obstante, secularizados como había sucedido históricamente ya antes y volvería a acontecer después, por ejemplo, con las desamortizaciones liberales.
[2] Los testimonios aparecen reproducidos en Marcelino Menéndez y Pelayo, Procesos de protestantes españoles en el siglo XVI, Madrid, 1910, pp. 7 ss. Dice no poco del personaje que habiendo leído algunos de los procesos, pudiera considerar que la gloria de España estaba en ser “martillo de herejes” y que exculpara la Inquisición.