Viernes, 29 de Marzo de 2024

XLIX.- La España de la contrarreforma (VI): Felipe II. La espada de la contrarreforma (I): De la alianza contrarreformista al exterminio de los protestantes españoles (I)

Jueves, 8 de Octubre de 2020

Aunque la tercera fase del reinado de Carlos I – la imperial – dejó de manifiesto hasta qué punto su proyecto político había fracasado, el inicio del reinado de Felipe II vino acompañado de los mejores auspicios.  En apariencia, España, no uncida ya a la gobernación del Imperio, se había sacudido la maldición imperial.   Sin embargo, esa impresión no se correspondió con el desarrollo de los acontecimientos y la causa fundamental fue la decisión de Felipe II de convertirse, aún más que su padre, en el paladín de la política de la iglesia católica. 

Los principales ejes de la política de Felipe II durante los primeros años de su reinado fueron la defensa de la Contrarreforma y, secundariamente, a pesar de su mayor relevancia para los intereses nacionales, la contención de los turcos en el Mediterráneo.  El primero arrastró a España a intervenir en la política de Francia e Inglaterra y el segundo a enfrentarse con unos gastos superlativos en los que, promesas aparte, la nación se encontró sola.  Para sumar a Francia a la Contrarreforma, las fuerzas españolas se enfrentaron en 1557 con las francesas en San Quintín logrando la victoria.   Dos años después se llegó a la paz católica de Cateau-Cambresis.  Enrique II – al que se le había insistido en el peligro que podía representar (en realidad, ninguno) la expansión del protestantismo en Francia - aceptó unirse a la causa de la Contrarreforma.   Menos bien – aunque en un primer momento pudiera parecer todo lo contrario – acabó el intento de sumar Inglaterra al campo de la Contrarreforma, un episodio ciertamente elocuente.

La muerte de la princesa María, casada con Felipe, aún príncipe, significó el final de los proyectos de unión con Portugal, pero no puede decirse que el matrimonio hubiera sido por ello un fracaso.  De su breve duración quedaba un hijo al que se suponía futuro heredero de la corona española y, visto desde la perspectiva política, la posibilidad de concluir un nuevo acuerdo que beneficiara a los planes de Carlos I.     Como ya tuvimos ocasión de ver, desde hacía varias décadas, una de las preocupaciones que más quebraderos de cabeza había ocasionado al emperador y rey de España era el inicio – y, sobre todo, la expansión – de la Reforma protestante.  El que, al fin y a la postre, la tan esperada Reforma de la iglesia se estuviera llevando a cabo no por impulso papal sino frente a Roma implicaba un cuestionamiento, siquiera indirecto, del proyecto imperial de Carlos V.  Ciertamente, los protestantes se proclamaban leales a la autoridad civil y tan sólo solicitaban que se les reconociera el derecho a la libertad de conciencia, pero su cuestionamiento, a partir de la Biblia, de buena parte del edificio doctrinal católico mal podía casar con un personaje, como Carlos V, que soñaba con revivir el imperio romano-germánico de la Edad Media.  Por añadidura, la manera en que, al fin y a la postre, iba a quedar configurado el mapa de Europa distaba mucho de ser clara.  Ciertamente, amplias zonas del imperio alemán – que incluía regiones de las actuales Hungría, Polonia o Chequia – y de los Países Bajos parecían ganadas, al menos de momento, para la Reforma.  De igual manera, la influencia de las ideas reformadas era obvia en países como Francia o las monarquías escandinavas.  Sin embargo, lo que pudiera quedar al final de ese influjo era difícil de adivinar y no resultaba en absoluto disparatado pensar que algunas zonas de Europa que se habían desgajado de la obediencia a Roma pudieran regresar a ella.  El caso más obvio al respecto era el de Inglaterra ya que en este país nórdico no se había producido realmente una reforma sino meramente un cisma [1].  El monarca que había protagonizado ese cisma había sido Enrique VIII y, desde luego y para no faltar a la verdad histórica, resulta obligatorio señalar que sus antecedentes habían sido los de un católico intransigente.  Proclamado “Defensor fidei” por el papa en agradecimiento por un libro escrito contra Lutero, Enrique VIII persiguió ferozmente a los protestantes a los que sometió sin ningún reparo a la tortura y a la muerte, un cometido – suele olvidarse – en el que le ayudó el posteriormente canonizado Tomás Moro.  Haciendo un breve paréntesis debemos señalar que, por una de esas paradojas que tantas veces plantea la Historia, la figura de Moro goza hoy de una estima extraordinaria.  Desde luego, no fue esa la visión que durante siglos tuvo la iglesia católica de él.  En ese distanciamiento influyó no tanto el hecho de que dirigiera personalmente algunas de las sesiones de interrogatorio bajo tormento sino, fundamentalmente, el que su obra Utopía – que estuvo en el Índice de libros prohibidos por la Santa Sede – preconizaba no sólo el socialismo sino también la eutanasia.  Que fuera canonizado al cabo de varios siglos a pesar de morir como mártir es tan sólo una muestra de cómo el personaje no ha disfrutado de la misma estima en todas las épocas.  Ahora volvamos a Enrique VIII.  

Históricamente, Inglaterra había mantenido a lo largo de la Edad Media una alianza con Castilla que se había traducido, entre otras cuestiones, y ya en la época de los Reyes católicos, en el matrimonio de Arturo, príncipe de Gales, con la princesa Catalina.  No llegó a consumarse el matrimonio por la muerte del príncipe, pero reacio a devolver la dote, el monarca inglés pactó la boda de Catalina con Enrique, su segundo hijo.  De esa manera, al acceder Enrique al trono inglés, Catalina se convirtió en reina de Inglaterra.  Para su desgracia, no logró dar a su esposo herederos varones que pudieran sobrevivir y así no tardó en suscitarse la cuestión de si aquel no sería un matrimonio sobre el que pesaba un castigo de Dios motivado por el hecho de que Catalina había sido antes esposa del hermano de Enrique VIII.

En 1527, el monarca inglés solicitó del papa la anulación de su matrimonio movido por razones de conciencia, pero también de estado – sólo tenía una hija y otros cinco hijos varones habían nacido muertos – y amorosas ya que estaba enamorado de Ana Bolena, hermana de una antigua amante.   La dinastía inglesa, la Casa Tudor, reinaba tras un período de guerras civiles que se había extendido durante décadas precisamente por falta de herederos y resulta más que comprensible que Enrique VIII temiera nuevos episodios de este carácter.  Precisamente por ello, en otras circunstancias es muy posible que el papa hubiera accedido a la petición de Enrique VIII, como no mucho antes lo había hecho la Santa Sede con el monarca francés.  Sin embargo, el pontífice no deseaba malquistarse con el poderoso emperador Carlos V, sobrino de la reina Catalina, al que contemplaba, con razón, como espada más que posible de la lucha contra la Reforma y, tras no poca controversia, se negó a conceder la disolución del matrimonio.   La respuesta de Enrique VIII a la negativa papal fue comenzar en abril de 1532 a percibir las rentas de los beneficios eclesiásticos y coronar el 1 de junio de 1533 a Ana Bolena.  Por supuesto, el monarca inglés seguía considerándose fiel católico y mantenía la comunión y la obediencia formal a Roma aunque no hasta el punto de perjudicar lo que consideraba intereses nacionales.

En julio de 1534, el papa excomulgó al monarca inglés y a su segunda esposa.  Si pensaba que de esa manera iba a someter a Enrique, se equivocó. Mediante tres actas votadas por el parlamento, el rey consumó el cisma y en el verano de 1535 decapitó a John Fisher y a Tomás Moro, que se habían negado a plegarse a sus órdenes.  Sin embargo, aún cismático, Enrique VIII no estaba dispuesto a convertirse en protestante.   A decir verdad, no perdió ocasión para manifestar su adhesión al edificio doctrinal de la iglesia católica frente a los principios de la Reforma.  En 1536, los Diez artículos de fe dejaron de manifiesto la adhesión de Enrique VIII a las ceremonias católicas, el culto a las imágenes, la invocación a los santos, las oraciones por los difuntos y la doctrina de la transubstanciación.  Por si fuera poco, al año siguiente Enrique VIII ordenó redactar una profesión de fe en que se afirmaban de manera puntillosa los siete sacramentos católicos.  Entre 1538 y 1539 Enrique VIII obligó además al parlamento a aprobar distintos documentos que castigaban con la hoguera la negación de la transubstanciación, que prohibía a los laicos la comunión bajo las dos especies, que vedaba el matrimonio a sacerdotes y antiguos monjes y que mantenía la confesión auricular.  A esto se añadió la insistencia en mantener la devoción hacia la Virgen y los santos y en prohibir la lectura privada de la Biblia.  Como colofón lógico, los protestantes ingleses fueron encarcelados, torturados y ejecutados y en no escaso número huyeron al continente.  Por lo que se refiere a los católicos se mantuvo una situación de tolerancia asentada sobre todo en la identidad doctrinal, pero con ribetes de inestabilidad derivados de la situación cismática creada por Enrique VIII y de sus variables intereses políticos.  Inglaterra presentaba, pues, características peculiares en el enfrentamiento entre la Reforma y la iglesia católica.  Que se había separado de ésta era obvio, pero no lo era menos que compartía su corpus doctrinal y que se manifestaba claramente enemiga de la Reforma.

La muerte de Enrique VIII fue precisamente la que proporcionó a los protestantes la oportunidad de iniciar la Reforma en Inglaterra.  Al anularse la legislación de Enrique VIII sobre herejes pudieron regresar del continente no pocos protestantes exiliados.  El impulso para esta reforma procedía de Eduardo VI, el rey niño sucesor de Enrique VIII, y de sus dos protectores Somerset, partidario de un luteranismo moderado o melanchtoniano, y de Warwick, de tendencia calvinista.  Sólo en 1552, un lustro largo después del fallecimiento de Enrique VIII, se procedió a la aprobación de una confesión de fe que, a diferencia de las impulsadas por el difunto rey, era de contenido protestante.  Con todo, la situación distaba mucho de haber quedado zanjada.  En 1553 murió el piadoso Eduardo VI y le sucedió lady Jane, una no menos piadosa princesa que no sólo estaba firmemente convencida de los principios de la Reforma sino que además intentó llevar a cabo una revolución social desde arriba para beneficiar a los más desfavorecidos.  El temor a una alteración demasiado drástica de la situación permitió en tan sólo unos días que María Tudor, hija de Enrique VIII y hermana de Eduardo VI, precipitara un golpe de estado que puso la corona en sus manos e hizo rodar la cabeza de Lady Jane.  

Para Carlos V, la llegada al trono de María Tudor había significado un acontecimiento de enorme relevancia.  Ante él se abría la posibilidad de reconducir a Inglaterra a la obediencia a Roma y así reconstruir la alianza hispano-inglesa contra Francia que había existido en los primeros años de Enrique VIII.  Con tal finalidad, solicitó la mano de María en nombre de su hijo que, a la sazón, era viudo desde hacía nueve años.  Que la reina tuviera doce años más que el príncipe Felipe, que resultara poco agraciada o que fuera tía segunda del pretendiente no se consideraron obstáculos para el plan.  Las dos primeras circunstancias eran pequeños sacrificios naturales en los matrimonios de Estado como lo era aquel y la tercera exigía una dispensa papal que, obviamente, el pontífice otorgó con enorme facilidad en la medida en que favorecía los intereses de la Santa Sede.

CONTINUARÁ


[1]      La evolución religiosa de Inglaterra del catolicismo al protestantismo pasando por un cisma filo-católico han sido objeto de distintos estudios de notable calidad.   Una visión general del período en buena medida insuperada se halla en P. Smith, The Age of Reformation, Nueva York, 1955.  Para una introducción sencilla y, a la vez, rigurosa resulta recomendable S. Nelly, El anglicanismo, Madrid, 1986.  El estudio de M. M. Knappen, Tudor Puritanism, Chicago y Londres, 1959, es un gran clásico y, desde luego, resulta indispensable para comprender lo que sucedió espiritualmente en Inglaterra y que, desde luego, no fue jamás la fundación de una nueva religión por obra y gracia de un monarca lujurioso.  También de interés – y más relacionado con la historia social – es el libro de C. Hill, Society and Puritanism in Pre-Revolutionary England, Londres, 1966.  puede complementarse con el de C.H. y K. George, The Protestant Mind of the English Reformation 1570-1640, Princeton, 1961.  Finalmente, un análisis excelente de los factores espirituales que determinaron la Reforma en Inglaterra con un conocimiento realmente extraordinario y profundo de las fuentes se halla en J. I. Packer, A Quest for Godliness.  The Puritan Vision of the Christian Life, Wheaton, 1990.            

 

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