Jueves, 28 de Marzo de 2024

(LXVII): El tributo pagado a la contrarreforma (VI): la educación (I)

Jueves, 15 de Abril de 2021

La Biblia relata que cuando Moisés se despidió de su sucesor, Josué, le encargó lo siguiente: "Nunca se apartará de tu boca este libro de la Torah, sino que, de día y de noche, meditarás en él, para que guardes y te comportes de acuerdo con todo lo que está escrito en él, porque de esa manera prosperará tu camino y que todo te saldrá bien" (Josué 1: 8). Pocas veces un consejo habrá alterado la marcha de la Historia de una manera tan espectacular ya que la conducta y la práctica religiosas, a partir de ese momento, no iban a estar vinculadas en el futuro tanto al rito –aunque existiera– como a la lectura de un texto sagrado que se abría no a una casta sacerdotal sino al conjunto del pueblo. Como señala el capítulo 6 de Deuteronomio, los padres debían poder explicar a sus hijos los mandatos contenidos en la Torah. Esta circunstancia de vincular la religión a un libro tuvo una consecuencia inmediata para los miembros del pueblo de Israel, la de la creación de una cultura que necesitaba desesperadamente la alfabetización para creer. El proceso de alfabetización era tan obvio, por ejemplo, en la época de Jesús que a nadie le sorprendía que el hijo de un carpintero o de un pescador supiera leer, escribir y discutir sobre lo leído. Semejante circunstancia, inexistente en otras culturas del entorno, dotó de una extraordinaria capacidad de supervivencia a los judíos, que incluso antes de la destrucción del Templo de Jerusalén en el 70 d. de C., habían depositado la guía espiritual de la nación no en los sacerdotes sino en los sabios.

Religión del libro surgida del judaísmo, el cristianismo debería haber seguido la senda marcada por aquel en lo que a alfabetización se refiere. Así, fue en el s. I cuando Pablo, despidiéndose de Timoteo, le indicó que "desde la niñez conoces las Sagradas Escrituras las cuales pueden hacerte sabio para la salvación por la fe en Cristo Jesús" (2 Timoteo 3: 15).   Sin embargo, como tantos otros aspectos del cristianismo, la situación cambió de manera radical en el siglo IV con la irrupción masiva del paganismo en su seno, como – ya lo hemos visto - reconocía el cardenal J. H. Newman.

A partir del s. IV, el cristianismo fue cambiando el énfasis en el Libro por una visión ceremonial y sacerdotal que se fue desarrollando todavía más durante la Edad Media.  Los monasterios desempeñaron un cierto papel en la preservación de la cultura clásica y no es menos cierto que hubo algún intento –fallido– de popularizar en cierta medida esa cultura. Sin embargo, en el curso de la Edad Media quedó claro que, al igual que en el paganismo, en el seno del cristianismo, se podía ser piadoso –incluso un santo– y, a la vez, analfabeto.   Basta ver las imágenes – Biblia de piedra y Biblia de los pobres las han llamado algunos – para conocer el catolicismo y vivir de acuerdo con él.  Por el contrario, el saber leer y escribir no era condición para conocer el camino de la salvación y, dicho sea de paso, tampoco para otras tareas como la guerra o el campo. Esa visión saltó hecha añicos con la Reforma protestante del siglo XVI.

Para los reformadores, siguiendo la enseñanza del Nuevo Testamento (2 Timoteo 3: 14-17).  la única regla de fe y conducta era la Biblia, un libro al que todos debían tener acceso para poder examinarlo con libertad y sin las ataduras de una jerarquía porque, al ser la Palabra de Dios, se explicaba por sí mismo. Resulta curioso a día de hoy observar la manera machacona en que algunos católicos persisten en considerar el libre examen de la Biblia como una conducta malvada.  En realidad, la formulación de los reformados no pasaba de ser la afirmación de un derecho fundamental, el de acercarse al texto sagrado y poderlo leer en la propia lengua y no en un latín que era desconocido para la mayoría. Por otro lado –y volviendo con ello a una línea ya existente en el judaísmo– el pastor en el protestantismo dejó de ser un sacerdote para convertirse en el sabio que conoce las Escrituras al igual que sucedía desde hacía siglos con los rabinos.

Se podía –y se puede– ser un fiel católico sin saber leer ni escribir. Esa circunstancia es imposible para el judaísmo y también para el protestantismo. ¿Cómo se puede acercar nadie a un texto que procede de Dios por definición si no se sabe leer ni escribir? Las consecuencias de esa circunstancia fueron extraordinarias siquiera porque la Reforma – a la que España combatía - deseaba sobrevivir y además expandirse y ninguna de esas metas era alcanzable sin extender la alfabetización. Así, en 21 de mayo de 1536 se estableció la primera escuela pública y obligatoria de la Historia. El lugar era la protestante Ginebra. No fue una excepción. La Primera confesión escocesa de 1547 establecía una reforma de la educación exigiendo que en los medios rurales se enseñara a los niños en escuelas adjuntas a las iglesias; en las ciudades con superintendentes se abrieran escuelas y universidades con un personal debidamente pagado. Era el inicio, pero iba a crear en pocos años diferencias abismales entre unas naciones y otras. Tendremos ocasión de ver en un capítulo ulterior el impacto que esa diferencia crearía en el ámbito de la investigación científica, pero ya podemos adelantar que en el de la educación fue abrumador.

Las naciones donde había triunfado la Reforma multiplicaron los esfuerzos por educar no a élites –como la Compañía de Jesús– o a niños vagabundos –como pretendió con más corazón que éxito José de Calasanz– sino a toda la población sin excepciones. A finales del siglo XVI, el índice de alfabetización de la Europa protestante era muy superior al de la católica, sin excluir una España en la que Felipe II había decretado que los estudiantes no cursaran estudios en universidades extranjeras por miedo a la contaminación de la herejía o una Francia en la que la población hugonote estaba mucho más alfabetizada que la católica. En el caso de algunas confesiones, el avance fue verdaderamente espectacular. Por ejemplo, a mediados del siglo XVII, justo cuando España dejaba de ser la potencia hegemónica de Europa, los cuáqueros disfrutaban de un índice de alfabetización del cien por cien lo que explica no poco sus avances en las décadas siguientes en áreas como la banca, el comercio o la ciencia, tres áreas de las que, no por casualidad, España se iba a descolgar lamentablemente.

No se trataba de que no existieran españoles aptos.  Se trataba de que la iglesia católica, utilizando como instrumento privilegiado la Inquisición, había cercenado esa posibilidad.  En lo que Ángel Alcalá ha descrito muy certeramente como “el clima de terror y suspicacia”, “la Inquisición actuaba siempre por delación”[1].  Fue un humanista, Antonio de Nebrija, el primero que padeció ese control intelectual y a él se fueron sumando otros como Miguel Servet – condenado por la inquisición española antes de perecer en Ginebra, como veremos más adelante – Francisco de Vergara o Juan Luis Vives[2].  Si en el caso de Vergara[3], su gran falta era oponerse a lo que Bataillon denominó “ortodoxia policíaca e inculta cuyos campeones son los frailes y el fiscal”[4], en el de Vives fue su humor al criticar la ignorancia rampante de los comentarios debidos a autores medievales de la Orden de Santo Domingo o a llegar a descubrimientos tan sencillos para cualquiera que lee el Nuevo Testamento como el de que “nadie se bautizaba antiguamente sino ya en edad adulta”[5].  Que esa persecución del humanismo continuó ferozmente cuando éste derivo hacia tesis reformadas lo hemos señalado ya.  No es menos cierto que la Inquisición puso en el punto de mira incluso a personajes como Juan de la Cruz - secuestrado, confinado y torturado por sus compañeros de orden - Ignacio de Loyola, Juan de Ávila, fray Luis de Granada, Francisco de Borja o Teresa de Ávila que hubieran podido acabar en el listado de heterodoxos de no contar con algunos valedores poderosos[6].  Con seguridad, la inquisición logró que se trazaran las líneas de lo ortodoxo y lo heterodoxo al “catholico modo”, pero dejó “herida de muerte la espontaneidad espiritual y su libre expresión literaria”[7] y dictó condena sobre personajes, como Miguel de Molinos, que, muy posiblemente, eran ortodoxamente católicos.  Al final, la clave para esa conducta fue el encono contra la Biblia que, fruto de una actitud radicalmente opuesta, en paralelo, produjo un despegue cultural extraordinario en la Europa de la Reforma.

CONTINUARÁ     


[1]  A. Alcalá, Literatura y ciencia ante la Inquisición española, Madrid, 2001, p. 14.  El libro resulta de lectura obligatoria para comprender el daño terrible ocasionado por la Inquisición a la ciencia en España.

[2]  Al respecto, véase A. Alcalá, Oc…, pp. 19 ss.

[3]  Su gran enemigo era Juan Martínez Pedernales que, un tanto cursimente, cambió su segundo apellido por el de Silíceo y que cuenta entre sus logros el de haber impuesto en su archidiócesis los estatutos de pureza de sangre.

[4]  Citado por A. Alcalá, Oc…, p. 27.

[5]  Citado por A. Alcalá, Oc…, p. 30.

[6]  Véase A. Alcalá, Oc…, p. 47 ss.

[7]  A. Alcalá, Oc…, p. 58.

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