Las consecuencias que esta situación tuvo para España fueron ciertamente pavorosas y llegan hasta el día de hoy. En el siglo XVI, como siempre ha sucedido a lo largo de la Historia de las guerras, los adelantos técnicos –lo mismo sea la espada de hierro contra la de bronce o la legión romana frente a la falange macedónica – eran esenciales para la victoria. Sin embargo, Felipe II, el monarca que ya había hundido varias ocasiones la economía nacional decidió, por añadidura, prohibir que los estudiantes españoles se matricularan en universidades extranjeras. España lo pagó muy caro en el campo de batalla. Cuando la Armada destinada a invadir Inglaterra para reimplantar el catolicismo se enfrentó con las naves inglesas, los españoles continuaban técnicamente en Lepanto. De esa manera, los ingleses, a pesar de su inferioridad numérica y de su menor relevancia económica, no habían dejado de avanzar técnicamente. El resultado es sabido por todos. Sin duda, los marinos y los soldados españoles eran extraordinarios y derrocharon valor y sangre, pero combatían no sólo con los ejércitos enemigos sino con el fanatismo feroz de sus propios gobernantes, un fanatismo directamente derivado de la iglesia católica.
Por supuesto, entonces –como en siglos sucesivos– hubo quien se percató del drama que se estaba desarrollando para desgracia de España. Ya mencionamos como en 1592, una década antes de la publicación de la Biblia de Reina-Valera, cuando el imperio español marchaba a su ocaso desangrado por guerras cuya única justificación aparente era el combate contra el protestantismo, el desastre sufrido por la fuerza de desembarco que debía invadir Inglaterra provocó uno de los primeros cuestionamientos de la política de España en el que Ginés de Rocamora, procurador de Murcia, defendió, en clara armonía con aquellos principios, un disparatado contrarreformista mientras que Francisco Monzón, procurador de Madrid, había apuntado al que "si ellos se quieren perder que se pierdan". La Historia no se detiene para nadie y menos para los que se empeñan en mirar a un pasado idealizado en lugar de al presente y al futuro. Algunas naciones que, como Francia, se desprendieron del armazón de la Contrarreforma en algún momento lograron recuperar, siquiera en parte, el tiempo perdido. Para el resto, los datos seguirían siendo estadísticamente espeluznantes. Según John Hulley, un economista del Banco Mundial, de todos los premios Nobel relacionados con la ciencia y otorgados entre 1901 y 1990 el 86% habían sido ganados por protestantes y judíos, en este último caso el 22%. La estadística sobrecoge.
A día de hoy, y a diferencia de lo que sucede en una nación como los Estados Unidos, en España –como en Italia, Portugal o las naciones hispanoamericanas– esa herencia de la Contrarreforma se encuentra dolorosamente presente. El desdén por la ciencia, la desconfianza hacia la innovación y la esclavitud a esquemas mentales pasados continúan siendo terribles taras. A decir verdad, hoy nos seguimos topando con el mismo dañino fanatismo en los que niegan la realidad de la Historia, en los que señalan que "ellos más" cuando se habla de naciones que nos adelantaron hace siglos sin que hayamos conseguido igualarnos a ellas, en los que apelan a lo que se ha hecho "toda la vida", en los que miran con desprecio a los que cuestionan sus prejuicios y, de manera muy especial, si son miembros de minorías "diferentes" y en los que observan por encima del hombro a los partidarios de la innovación porque para algunos de ellos hasta aprender inglés resulta de conveniencia discutible. Es posible que se crean la esencia de la raza, de una España elegida por Dios, pero sólo forman parte de la legión de fanáticos, dignos herederos de la Contrarreforma, que han encadenado a esta nación –y a otras– al atraso durante siglos.
CONTINUARÁ