El dilema que se planteaba era si el criterio que marcara la conducta debía estar definida por el sometimiento a la ley o, por el contrario, a la institución que establecía sin control superior lo que dice una ley a la que hay que someterse. Sadoleto defendía el segundo criterio mientras que Calvino sustentaba el primero. Para Calvino, era obvio que la ley –en este caso, la Biblia– tenía primacía y, por lo tanto, si una persona o institución se apartaba de ella carecía de legitimidad. El cardenal Sadoleto, por el contrario, defendía que era la institución la que decidía cómo se aplicaba esa ley y que apartarse de la obediencia a la institución era extraordinariamente grave. La Reforma optó por la primera visión, mientras que en las naciones, como España, donde se afianzó la Contrarreforma se mantuvo un principio diferente, el que establecía no sólo que todos no eran iguales ante la ley sino que, por añadidura, había sectores sociales no sometidos a la ley. Se creaba – más bien se fortalecía - así una cultura de la excepción legal justificada.
Los ejemplos de esa diferencia llegan hasta el mismísimo día de hoy. Incluso si pasamos por alto las violaciones de la ley perpetradas por ciertos soberanos como el Felipe II que ordenó un crimen de estado como el asesinato de Escobedo o que violó los fueros aragoneses en persecución de Antonio Pérez lo cierto es que el problema, por desgracia, va mucho más allá que el crimen de Estado que se ha dado en los más diversos regímenes y épocas. Se trata más bien del hecho de que se aceptó sin discusión que sectores importantes de la población –fundamentalmente, la iglesia católica y la monarquía– no estuvieran sometidos al imperio de la ley. Las pruebas de lo primero son interminables y han incluido históricamente lo mismo a un Cervantes excomulgado mientras intentaba recabar suministros para la guerra incluso en las parroquias - ¡gravísimo atrevimiento pretender que la institución que más se beneficiaba del esfuerzo de guerra hispano contribuyera al mismo! - que aquellas cárceles concordatarias del franquismo donde se confinaba, por ejemplo, a los sacerdotes que ayudaban a la banda terrorista ETA. Sobre la iglesia católica ni existía ni existiría supremacía de la ley. En relación con la monarquía, incluso a día de hoy, el rey sigue siendo irresponsable de cualquier acto que pueda cometer.
Por supuesto, esa concepción permea sin discusión incluso algunas de las mejores manifestaciones culturales del siglo de Oro, el de la Contrarreforma. No nos detengamos en Cervantes o Quevedo que, una y otra vez, dejan de manifiesto que en la España que conocieron no existía ni una sombra de algo parecido al imperio de la ley. Detengámonos, más bien, en obras donde se pretende cantar precisamente a la administración de justicia. Es el caso, por ejemplo, de Fuenteovejuna de Lope de Vega. El conocido drama no es sino el canto a un pueblo que no encuentra justicia frente a un noble y que sólo tiene como vía el asesinato perpetrado de manera colectiva lo que, dicho sea de paso, no resulta una óptima perspectiva para una sociedad que se pretende civilizada. En paralelo, cuando la monarquía ha de administrar justicia, ésta no nace del texto de la ley (como pretendía Calvino en su Respuesta al cardenal Sadoleto) sino del hecho de que el rey puede hacer, literalmente, lo que le sale de la corona.
Un ejemplo aún más revelador es el que encontramos en El alcalde de Zalamea de Calderón de la Barca. Sin duda, se trata de una obra genial cuya calidad literaria es innegable, pero cuyo mensaje, si bien se examina, resulta escalofriante. Un grupo de soldados de los tercios se asienta en un pueblo y un capitán aprovecha la ocasión para raptar a una muchacha y violarla. En otra nación donde existiera el imperio de la ley se habría esperado que el violador fuera juzgado y condenado. No en la España donde no se ponía el sol. Pedro Crespo, el padre de la joven, suplica, primero, al violador que le restaure la honra casándose con su hija. Ni que decir tiene que el capitán –sabedor de que la ley no es igual para todos– se burla de Crespo que opta por cortar por lo sano ejecutando al oficial y sosteniendo que estaba en su derecho para hacerlo ya que "al rey la hacienda y la vida se ha de dar, pero el honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios". La frase es buena, sin duda, pero más allá del artificio literario, resulta discutible. En primer lugar, porque no es cierto que haya que dar nada a un rey de manera incondicional y, en segundo, porque el honor de Crespo, por lo visto, se veía más que satisfecho si su pobre hija contraía matrimonio con el canalla que la había raptado y violado. La historia, presentada como un paradigma ético, no acaba aquí. Crespo ha quebrantado la ley, pero los espectadores de la España de la Contrarreforma no podían ver bien que se castigara a semejante defensor de su honor. ¿Solución? El rey aparece en escena y se coloca –¡de nuevo!– sobre la ley para absolver a Crespo. En otras palabras, como ha señalado certeramente la economista María Blanco, la obra sirve para dejar de manifiesto que el gran aporte jurídico de los españoles era "el apaño". Porque, por añadidura, a los que se atrevan a decir que el sentido del honor calderoniano no era muestra de la cultura española de la Contrarreforma hay que recordarles que todavía bajo el régimen de Franco estuvieron exentas de castigo conductas como las de dar muerte a la esposa adúltera o a la hija fornicaria de la misma manera que la violada podía lograr que el violador no fuera a prisión si se casaba con él.
CONTINUARÁ