Jueves, 28 de Marzo de 2024

(LXXII): El tributo pagado a la contrarreforma (XI): Una visión bíblica de la supremacía de la ley y del servicio público (II): ¿Sumisión a la ley o sumisión de la ley ?

Jueves, 17 de Junio de 2021

En la Europa reformada –en la que las cuestiones de honor no pendían de la entrepierna femenina– el sistema fue diferente. De entrada, la ley estaba por encima de las personas y de las instituciones. No podía ser de otra manera si, tomando la ley de Dios contenida en la Biblia, se había puesto en solfa la institución que, por definición, era más sagrada, el papado, para llegar a la conclusión de que se había deslegitimado con su conducta. La idea de esa supremacía de la ley por encima de las personas y de las instituciones quedó establecida claramente en un episodio que suele mencionarse no pocas veces, sin mucho conocimiento del mismo.  Me estoy refiriendo al último escrito de Lutero sobre los judíos. A decir verdad, lo citan algunos apologistas y, visto lo que dicen, resulta obligado llegar a la conclusión de que o incurren en un caso gravísimo de falta de honradez intelectual que los descalifica totalmente o simplemente no han leído el texto completo en alemán y tampoco conocen la totalidad de los hechos.

Lutero manifestó al inicio de su carrera como reformador una compasión hacia los judíos que no era habitual en la Alemania católica – y, por eso, profundamente antisemita - de la época. No deja de ser significativo que en uno de sus escritos de esos años llegue incluso a indicar que hasta cierto punto la falta de conversión de los judíos al cristianismo arrancaba, fundamentalmente, del maltrato innegable y sistemático que habían recibido de la iglesia católica.  Durante los años siguientes, los judíos dejaron de tener interés para Lutero envuelto en una controversia teológica en la que se jugaba personalmente la vida y Europa, su futuro.

De esa situación, salió al final de su vida Lutero al redactar un tratado titulado Los judíos y sus mentiras (1543). El texto rezuma un deplorable aborrecimiento de los judíos, cuya razón obvia era que hasta Lutero habían llegado noticias de cómo los judíos difundían la afirmación de que Jesús era el hijo de una prostituta.  Tal y como señala Lutero en su tratado: "Así lo llaman (a Jesús) el hijo de una prostituta y a su madre, María, una prostituta, que lo tuvo en adulterio con un artesano. Con dificultad tengo que hablar de una manera tan áspera para oponerme al Diablo. Ahora bien, saben que hablan tales mentiras por puro odio y voluntariamente, únicamente para envenenar a sus pobres jóvenes y a los judíos simples contra la Persona de nuestro Señor, para evitar que acepten Su doctrina".

La acusación –como hemos podido observar que habían indicado antes de él no pocos clérigos medievales– era cierta ya que, efectivamente, en algunos pasajes del Talmud se hace referencia a que María es una adúltera y Jesús es llamado específicamente bastardo. De hecho, esa razón fue una de las que más pesaron en el papado y en no pocos obispos para ordenar quemas del Talmud durante la Baja Edad Media y también la que llevó a algunos editores judíos a suprimir los pasajes para evitar ser objeto de esa represión papal. Sin embargo, Lutero no se limitaba en su acusación a los insultos dirigidos contra Jesús y su madre. Además, consideraba que los judíos eran un colectivo que, mediante la usura, oprimía a los más humildes. La afirmación puede ser matizada, pero es la misma que desde hacía siglos venía vertiendo la iglesia católica sobre los judíos provocando decisiones civiles y eclesiales de especial dureza contra ellos. Ante esa situación, Lutero proponía como solución, literalmente, "la de los reyes de España", es decir, la Expulsión llevada a cabo por los Reyes Católicos en 1492.  Evitaba las referencias a los bautismos forzosos o a la expurgación de los textos judíos – como había sucedido en la Europa católica y, de manera sobresaliente, en España – porque la libertad de conciencia o de imprenta eran realidades incuestionables en la Europa de la Reforma.  Sí abrazaba la medida adoptada por los Reyes Católicos y aplaudida por la Santa Sede.  Puede o no gustar, pero lo cierto es que si alguna vez a lo largo de su dilatada carrera apoyó Lutero una decisión católica reciente fue ésa.

El texto de Lutero es innegablemente lamentable. Lejos de seguir la línea propia de la Reforma de respeto a la libertad de expresión y de culto, Lutero se dejó llevar por la cólera que le provocaban las injurias contra Jesús y María – ningún católico de la época habría actuado con más moderación – y optó por una de las soluciones católicas medievales que venía aplicándose desde hacía siglos: la expulsión.  Excluyó otras conductas como la matanza en masa de los pogromos españoles de finales del siglo XIV desencadenados precisamente por clérigos o los bautismos forzados que llevaron a los altares a algún predicador hispano.  Lutero, ciertamente, no llegó a tanto, pero, antiguo monje a fin de cuentas, sí fue culpable de continuar una multisecular tradición católica.   Con todo, Lutero escribía ya en un medio que conocía la Reforma y es precisamente esa circunstancia la que explica la reacción que provocó su panfleto. A pesar de ser un autor profundamente odiado en el mundo católico, no hubo un solo texto católico de su época que le afeara sus conclusiones, seguramente porque la coincidencia con lo que pasaba en la Europa católica era más que notable. Sin embargo, en la Europa protestante, el texto de Lutero fue enérgicamente repudiado. El príncipe de Hesse –que, supuestamente, debía haber escuchado la enseñanza de Lutero– se negó rotundamente a expulsar a los judíos siguiendo el ejemplo de los Reyes Católicos y los mantuvo en su territorio.  Por su parte, Felipe Melanchton, la mano derecha de Lutero, también manifestó su oposición al texto señalando que no debía seguirse sus directrices.

Ésa fue la posición generalizada de las iglesias nacidas de la Reforma y era lógico que así fuera.  A fin de cuentas, la Reforma había introducido en las mentes y los corazones de las personas un principio fundamental que no era otro que el de juzgar las acciones y las enseñanzas de todos los hombres a la luz de la Biblia y someter a la primacía de la ley –y no de una institución– los actos. Partiendo de esa base, nadie se consideró obligado a seguir el criterio de Lutero si chocaba con la Biblia lo que, dicho sea de paso, era el caso.   Por el contrario, en el mundo católico, apenas unos años antes, el papa había celebrado la expulsión de los judíos de España con una serie de festejos entre los que se incluyó una corrida de toros. En otras palabras, en el siglo XVI, en la Europa reformada, nadie hizo caso a Lutero cuando pretendió que se expulsara a los judíos como habían hecho los Reyes Católicos en España unas décadas antes.

En la España del siglo XXI todavía hay quien propugna la canonización de Isabel la católica, quien justifica o minimiza la expulsión de los judíos y quien pretende comparar el episodio con otros acontecidos en otras naciones. Basta preguntar a los mismos judíos para saber que no fue así.  Isabel la católica fue una gran reina, pero esa circunstancia no puede impedir que examinemos también acciones como la implantación de la Inquisición o la expulsión de los judíos cuyas pésimas consecuencias para España llegan hasta nuestros días.  Por añadidura, su acción no tuvo freno alguno una vez que decidió navegar sobre la ola de antisemitismo que había desencadenado el clero católico.  La de Lutero, a pesar de su innegable autoridad, sí. Quizá por eso, la nación donde fue salvada casi toda la población judía durante la Segunda Guerra Mundial fuera la luterana Dinamarca y quizá por eso la primera declaración dirigida contra el nacional-socialismo por una entidad cristiana fuera la Declaración de Barmen de 1934 suscrita por protestantes alemanes justo cuando el 22 de julio de 1933 la Santa Sede había firmado un Concordato con Hitler. Ninguno de esos hechos históricos procedía del vacío sino de un alma nacional moldeada a lo largo de siglos.

El hecho de que las naciones en las que triunfó la Reforma admitieran de manera casi inmediata la supremacía de la ley sobre los individuos y las instituciones tuvo resultados impresionantes. Mientras España soportaba a un rey como Felipe IV que estaba terminando de liquidar el imperio español en defensa de la Contrarreforma, e incluso cuarteando la unidad nacional, los puritanos ingleses se alzaban contra el rey Carlos I en defensa de sus derechos –fundamentalmente la libertad de conciencia, la libertad de representación y la propiedad privada–, lo derrotaban, lo juzgaban y lo decapitaban. En teoría, el parlamentarismo tenía que haber avanzado más en España que en otras naciones puesto que fue el primer lugar de Europa donde apareció. No fue así porque se admitió como circunstancia innegable que instituciones como la iglesia católica o la monarquía no estuvieran sometidas al imperio de la ley.  Por el contrario, el parlamentarismo progresó, precisamente, en naciones donde triunfó la Reforma como Inglaterra, Holanda, Suiza o las naciones escandinavas.

De manera trágica,  la primacía de la ley iba a quedar descartada de una España diferente, lamentablemente diferente de la Europa de la Reforma.   Hasta el día de hoy, un fiscal general español como Cándido Conde Pumpido ha podido afirmar que es lícito que los fiscales se manchen las togas con el polvo del camino porque, en el fondo, cree que la ley no debe obligar de igual manera a los que persiguen las buenas metas de la izquierda. Hasta el día de hoy, el obispo Munilla se puede llevar a la Jornada Mundial de la Juventud a los presos de una cárcel vasca –y luego presumir de ello en la página web de la diócesis– porque, también en el fondo, cree que la ley no obliga a los representantes de Cristo en la tierra ocupados de santas labores. Hasta el día de hoy, la Compañía de Jesús puede, como desarrollaremos en un capítulo ulterior, prestar el santuario de Loyola para reuniones entre ETA, los emisarios de ZP y los correos del PNV porque, también en el fondo, cree que la ley no obliga a los que buscan servir causas nobilísimas como la de que los terroristas sean tan aceptados socialmente como las víctimas.  Son algunos ejemplos porque, históricamente, se podrían citar centenares.  La ley puede ejercer su primacía, pero, gracias a la herencia de la Contrarreforma, no sobre todos ni de manera igual.

Resulta imperativo afrontar los hechos: no pocos españoles, a diferencia de la generalidad de los ciudadanos de esas naciones donde triunfó la Reforma, normalmente, siempre encuentran excusas para sí o para el sector al que pertenece a la hora de no someterse al imperio de la ley. Da lo mismo si se trata de la corrupción de su partido o de las multas de tráfico. Si pertenecen a su iglesia, a su partido o a su familia seguro que no sería tan grave, si es que acaso lo es. Su conducta no es única, ciertamente. Se da igual en Italia y Portugal, en Grecia y Argentina, en México y Nicaragua. Forma parte de una visión que ya encarnaba el cardenal Sadoleto y que, por supuesto, siempre logra hallar una supuesta justificación.   Antes de terminar el presente capítulo resulta obligado señalar en qué concluyó el episodio del cardenal Sadoleto.   Quizá algún lector lo suponga ya.  Las autoridades ginebrinas eran inteligentes y deseaban lo mejor para sus administrados. Rechazaron la propuesta del cardenal Sadoleto y Calvino fue llamado nuevamente a Ginebra.  Semejante decisión fue fecunda en buenas consecuencias.

CONTINUARÁ

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