Por si lo anterior, ya enormemente grave, fuera poco, conventos y monasterios poseían cuantiosísimas propiedades que llamaban la atención de los viajeros. El alemán Fischer pudo relatar, por ejemplo, como recorriendo Castilla la Vieja en 1797, había contemplado como “la miseria de sus habitantes” con “las iglesias, las capillas y los monasterios (que) son sólidos y magníficos”[3]. No era el suyo un juicio aislado. El español Gaspar Melchor de Jovellanos, mucho más cercano a la realidad nacional, advertía dos años antes del mismo panorama y atribuía sin ningún género de paliativas la ruina económica a la iglesia católica: “¿Qué es lo que ha quedado de aquella antigua gloria, sino los esqueletos de sus ciudades antes populosas y llenas de fábricas y talleres, de almacenes y tiendas, y hoy solo pobladas de iglesias, conventos y hospitales que sobreviven a la miseria que han causado?” (la cursiva es nuestra).
La iglesia católica mantenía a la sazón, gracias al privilegio de manos muertas, numerosas tierras que hubieran podido remediar el hambre de aquellos españoles a los que habían arrastrado a la miseria. Sin embargo, como en tantas ocasiones antes y después, la iglesia católica optó por otra vía. A la vez que mantenía unas riquezas incalculables que no tenían parangón con las de ninguna otra institución en España; a la vez que hacía descargar sobre la nación la carga parasitaria de doscientos mil clérigos y a la vez que sujetaba con mano de hierro el control ideológico, dedicaba una parte de sus recursos a la beneficencia manifestada especialmente en la denominada “sopa boba”. Que en lugar de buscar la manera de que la gente trabajara para ganarse la vida se la mantuviera así llamaba la atención de los escasos protestantes que, a la sazón, llegaban a viajar a España. Cuando el obispo de Oviedo señaló a la gente que daba de comer, el pastor anglicano Joseph Townsend, le preguntó si no consideraba que semejante costumbre era dañina. El obispo le dijo que si bien el magistrado debía librar las calles de pedigüeños, el suyo era darles limosna[4]. Basta leer a Townsed para percatarse de que el espectáculo de los pordioseros siendo asistidos por la iglesia católica nunca llegó de convencerlo. Pensaba que aquella medida – por muy bien intencionada que estuviera – tan sólo educaba a la gente para vivir sin trabajar. Pero no era ése el único mecanismo de control social que la iglesia católica en España. El otro era una religiosidad que cuesta mucho no calificar, se piense lo que se piense de los dogmas católicos, de mera superstición. Richard Herr[5] se ha referido a “la reverencia ciega del pueblo a la sotana” y ha afirmado que “la devoción a la religión católica, llevada frecuentemente a la exageración supersticiosa, era probablemente la fuerza más poderosa de la sociedad en la España de fines del XVIII”. Casos como los de la Beata de Cuenca o la de Madrid, por no hablar de las descripciones de la vida religiosa que nos han dejado ilustrados como Blanco White[6], dejan de manifiesto que Herr no yerra en su juicio. Algunos episodios de la época permiten transparentar cuál era la vida real en la España donde era más que difícil que penetraran las luces. En 1617, el papa Paulo V, mediante un breve, prohibió la discusión sobre la inmaculada concepción de María que enfrentaba a los dominicos – convencidos como Santo Tomás de Aquino de que María tenía pecado original – y los franciscanos – que lo negaban – si bien dejó sin resolver la controversia. Pues bien Carlos III dedicó no pocas energías y recursos a presionar al papa para que definiera como dogma la pureza inmaculada de María. No lo consiguió – de hecho, el dogma no sería definido hasta 1854 con un Pío IX ansioso de encontrar armas contra las revoluciones liberales – si bien el papa Clemente XIII aceptó proclamar a la Inmaculada Concepción patrona de España e Indias. No resulta muy difícil comprender hasta qué punto las posibilidades de la Ilustración en España eran muy limitadas y por qué las reformas de Carlos III no estaban llamadas a triunfar. Ni la educación, ni la ética del trabajo ni la igualdad ante la ley podían progresar en ese ambiente donde, como también ha señalado lúcidamente Herr, “la Iglesia Católica era el enemigo más tenaz de ciertos aspectos de la Ilustración”[7]. Así fue de forma especial en España y quedó de manifiesto de manera trágica.
CONTINUARÁ
[1] Tomás Mauricio López, Geografía moderna, Madrid, 1796, pp. 254-9: A. Moreau de Jonnés, Statistique de l´Espagne, s.l, 1836, pp. 32-33; 71-72. Véase también J. Herr, Oc, pp. 24 ss.
[2] Moreau de Jonnés, Oc, p. 70.
[3] F. A. Fischer, Travels in Spain in 1797 and 1798, Londres, 1802, pp. 186-7.
[4] J. Townsend, A Journey Through Spain in the Years 1786 and 1787: With Particular Attention to the Agriculture, Manufactures, Commerce, Population, Taxes and Revenue of That Country, 3 vols, Londres, 1791, v. II, 9.
[5] R. Herr, Oc, p. 27.
[6] Véase, por ejemplo, en J. M. Blanco White, Cartas de España, Sevilla, 2004, pp. 25 ss.
[7] R. Herr, Oc, p. 30.