La expulsión de los jesuitas no redujo ni de lejos el peso, verdaderamente agobiante, que la iglesia católica ejercía sobre la nación. De hecho, la inquisición continuó defendiendo a los jesuitas y atacando a sus adversarios a los que, siguiendo el ejemplo de la Compañía de Jesús, siguió acusando de jansenistas. Semejante actitud no le era oculta al gobierno de Carlos III, pero, sencillamente, tuvo temor de enfrentarse con ella. No deja de ser significativo que el 3 de marzo de 1768, Campomanes y Moñino, en su calidad de fiscales del Consejo de Castilla, redactaran una memoria en la que afirmaban taxativamente: “En el día de hoy, los tribunales de inquisición componen el cuerpo más fanático a favor de los regulares expulsos de la Compañía de Jesús; que tienen total conexión con ellos en sus máximas y doctrinas y, en fin, que necesitan reformación”[1]. Sabedora de su fuerza, la inquisición no dudó en desafiar al rey alegando que no podía procederse a su reforma sin un permiso expreso del papa. En el plano teórico, los ministros de Carlos III insistieron en que, al ser el monarca patrono, fundador y dotador de la Inquisición, disfrutaba de los derechos propios del patronazgo. Sin embargo, en la práctica, el cambio fue escaso. En 1768, se estableció un sistema de censura de libros que, supuestamente, debería haber aflojado el dogal que sobre la inteligencia tenía colocado la Inquisición. No fue así. De hecho, si los servidores de la Inquisición no se dedicaron en algunos casos a las pesquisas con el mismo celo que antaño no se debió ni a la dulcificación de sus acciones ni tampoco a que hubiera calado en su ánimo una mentalidad ilustrada sino, simplemente, al hecho de que la remuneración no era suficiente para su gusto[2]. El dato es digno de reflexión porque confirma cómo la codicia y el carrerismo habían sido compañeros de la intolerancia y el fanatismo desde hacía siglos.
Como en tantas otras cuestiones, ni los ministros ni el rey se atrevieron a ir hasta la raíz de los males patrios. En 1782, la Inquisición fue abolida en el reino de las Dos Sicilias por el hijo de Carlos III. Sin embargo, semejante paso pareció imposible de abordar en España. El conde de Aranda, presidente del Consejo de Castilla, podía aborrecer a los jesuitas y sentirse incómodo con el peso de la iglesia católica en la vida nacional, pero estaba más que dispuesto a mantener la Inquisición porque, según pensaba el pueblo, de ella dependía la existencia de la religión[3]. Por su parte, Carlos III decidió no seguir el camino tomado en el reino de las Dos Sicilias apelando a que los españoles la querían y a él no le molestaba[4]. La frase puede resultar hasta elegante, pero lo cierto es que la Inquisición continuaría arrancando la vida a disidentes hasta bien entrado el siglo siguiente, como tendremos ocasión de ver.
CONTINUARÁ
[1] Citado por Llorente, V, pp. 234 ss.
[2] Jean François Bourgoing, Nouveau Voyage en Espagne, ou tableau de l´état actuel de cette monarchie, 3 vols, París, 1789, vol. I, pp. 354-5.
[3] Así se lo confesó a Clément en Clément, Oc, II, p. 124.
[4] Villanueva, Oc, pp. 28-9.