El final del siglo XVIII vino acompañado en España no del final de la Ilustración – cuyos tímidos brotes ya se habían extinguido antes de la muerte de Carlos III – sino de la consumación de su fracaso ahora más evidente a causa de la revolución que había estallado en Francia. Por razón natural, la iglesia católica era totalmente contraria a los postulados del proceso vivido en la nación vecina en la medida en que implicaba el final de sus privilegios y un cambio absoluto de paradigma. Sin embargo, no era menos cierto que, como ha sucedido durante siglos, la institución estaba dispuesta a llegar acuerdos que permitieran, cambiarlo todo para que todo quedara igual. La demostración de cómo se ceñía a ese principio pudo verse cuando Francia se convirtió en aliada de la España borbónica y procedió a invadirla de manera poco sutil.
La crisis de la monarquía borbónica llevó a Napoleón a la convicción de que podía deshacerse de los Borbones – tanto Carlos IV como su hijo Fernando VII - y entregar la corona de España a su hermano José. La decisión ya estaba tomada a finales de 1807. De hecho, se conservan cartas dirigidas a sus hermanos Luciano y José en las que ya menciona su plan de apoderarse de España. El plan napoleónico fue puesto en marcha sin especial dificultad ya que casi se limitó a aprovechar las intrigas intestinas de la monarquía. De hecho, fue Fernando el que afirmó que deseaba entrevistarse con Napoleón para que zanjara de una vez por todas la disputa sucesoria.
Supuestamente, Fernando iba a encontrarse con el emperador en el norte de España, pero decidió pasar a Bayona al saber que sus padres también habían decidido encontrarse con Napoleón y pedir su ayuda. El emperador francés aprovechó la rivalidad entre padre e hijo para llevar a cabo sus planes de destronar a los Borbones e imponer una nueva dinastía que comenzaría con su hermano. Al percatarse de los planes del emperador de Francia, el canónigo Escoiquiz, gran intrigante de la camarilla de Fernando VII, intentó impedirlo alegando que los Borbones eran nulos y no representaban ningún peligro para las ambiciones francesas. Sin embargo, Napoleón, en un arrebato de soberbia, le dijo que tenía el propósito de acabar con los Borbones. En paralelo, las tropas francesas iban ocupando, una tras otra, las plazas españolas.
La reacción de los españoles ante esos hechos fue, inicialmente, de pasividad. Ciertamente, se resintieron de la toma de plazas por los franceses, pero seguían considerándolos aliados ya que, formalmente, así era. Por supuesto, ni la corte ni el ejército ni la iglesia católica pensaban en la resistencia frente al invasor. Así quedaría especialmente de manifiesto en una fecha muy especial, el 2 de mayo de 1808.
CONTINUARÁ
[1] William J. Callahan, La iglesia católica en España, Barcelona, 2003, p. 21.