Se podía argüir que la Constitución de Bayona reconocía a la iglesia católica como la única confesión legal en España, pero no cabía engañarse sobre lo que podría suceder después. José I Bonaparte no iba a permitir que perdurara la tortura ni que siguiera actuando el Santo Oficio. Como señaló con notable inteligencia, Blanco White en medio siglo era posible que la nueva dinastía, de manera paulatina, hubiera logrado modernizar la nación siquiera porque eliminaría la presencia de la Inquisición[2]. Era, pues, un enemigo a medio plazo. Al fin y a la postre, el papel que la iglesia católica iba a asumir frente al invasor francés no sería el de la defensa de la integridad nacional ni mucho menos el de la libertad de los españoles. Su resistencia anhelaba única y exclusivamente el restablecimiento de sus privilegios lo que, forzosamente, debía traducirse en la reinstauración del Antiguo Régimen y la imposibilidad del establecimiento de un régimen genuinamente liberal en España. Así quedaría de manifiesto en los años siguientes especialmente en relación con el destino de la primera constitución española.
El bicentenario de la Constitución liberal de 1812 provocó una serie de análisis que resultaban más que previsibles. En la izquierda, se osciló entre la apropiación de la proeza liberal o su desdoro siquiera porque no les salía hablar de manera elogiosa de algo que era liberal. En la derecha, el péndulo fue desde un desprecio de colmillo retorcido empeñado todavía en que el origen de los males de España está en haber creído en las bondades del liberalismo abandonando la visión inquisitorial de la Contrarreforma a un olvido interesado porque no era precisamente liberal el rumbo seguido en los últimos años por el principal partido de esa región política. En ambos casos – justo es decirlo – tanto a la izquierda como a la derecha, no faltaron tampoco los ditirambos. Sin embargo, se adopte el enfoque que se adopte, lo que no puede dudarse es que la Constitución de 1812 fracasó en sus objetivos. Al fin y a la postre, la revolución liberal se vio yugulada por la acción de Fernando VII y el siglo XIX español se convirtió en un enfrentamiento continuo entre los que creían en la modernización de una España destrozada y los que, por el contrario, pensaban que el aferramiento al Antiguo Régimen conduciría a la nación a una Arcadia feliz en la que, dicho sea de paso, nunca estuvo por la sencilla razón de que nunca había existido. Lo cierto es que la Constitución de 1812 podía haber triunfado en su noble empeño; que los defectos que la condenaban al fracaso ya fueron señalados en su tiempo por un personaje como José María Blanco White y que el desoír semejante voz tuvo funestas consecuencias.
Sin lugar a dudas, José María Blanco White es una de las figuras más extraordinarias del s. XIX español aunque su condición de “heterodoxo” haya determinado su desconocimiento por parte de la inmensa mayoría de los españoles. Clérigo sevillano que acabó abrazando el protestantismo en uno de los viajes espirituales más interesantes de su siglo, representante insigne de la denominada generación de 1808 y liberal convencido, contaba con treinta y cinco años de edad cuando las Cortes se reunieron en la isla de León. Redactor de la parte política del Semanario patriótico, desde 1808 defendió la necesidad de redactar una constitución liberal a la vez que se convertía en uno de sus propagandistas en la convicción de que existía una perentoria necesidad de formar una opinión pública favorable.
En 1810, al caer Sevilla en manos de los franceses, Blanco se trasladó a Inglaterra desde donde continuó escribiendo desde la barbacana en que había convertido su periódico, El Español. Publicación liberal y patriótica, El Español constituye una de las fuentes indispensables para comprender la Historia de España de la época así como la andadura de los liberales. A través de miles de páginas, Blanco se convirtió en un testigo de excepción del proceso constitucional, pero también en uno de sus críticos más lúcidos fundamentalmente porque supo prever como nadie que el proceso iniciado con la reunión de las Cortes acabaría de manera trágica.
Los antecedentes de Blanco hundían sus raíces en la Ilustración. Ya en 1796 – cuando sólo tenía veintiún años y era un sacerdote intachable – Blanco había leído en la Academia de Letras Humanas una Epístola a don Juan Pablo Forneren la que ya aparecían algunos de sus temas esenciales como la defensa de la ciencia – motejada por algunos eclesiásticos como “insuficiente” – la resistencia frente al “tirano opresor” que podía ser la religión católica y el fanatismo como enemigo de la Verdad. Durante los años 1803-1808, en el Correo de Sevilla fueron apareciendo escritos suyos en los que elogiaba el modelo británico de sociedad y educación. A la sazón, no sólo se dedicaba al aprendizaje de lenguas sino que además se entregaba a la lectura de libros prohibidos, no pocas veces prestados por el ilustrado Forner.
CONTINUARÁ
[1] Autobiografía de Blanco White, edición de Antonio Garnica, Sevilla, 1988, pp. 183 ss. La Autobiografía es un texto absolutamente indispensable para comprender no sólo a la iglesia católica de la época sino también el final del período de la Ilustración y el fracaso de los liberales.
[2] Blanco White, Oc, p. 184.