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Viernes, 15 de Noviembre de 2024

(XCI): De la supresión de la ilustración a la oposición al estado liberal (XV). La oposición a los patriotas (IV): Blanco White y la fracasada revolución liberal (II)

Viernes, 21 de Enero de 2022

En 1805, Blanco se trasladó a Madrid donde, además de sus actividades en el Instituto Pestalozziano, asistía con frecuencia a la tertulia donde se reunían figuras tan notables de la Ilustración como Quintana, Juan Nicasio Gallego o Campmany.  Permaneció en la capital de España hasta la llegada de los invasores franceses, cuando decidió regresar a Sevilla.  El viaje – detallado en sus Cartas, una de las lecturas absolutamente obligadas para conocer y comprender el s. XIX español – le fue mostrando una España muy alejada de los ideales de la Ilustración y del liberalismo en la que el pueblo era presa del atraso social y económico y del fanatismo religioso atizado más que conscientemente por la iglesia católica.  Consternado, comprobaría cómo, so capa de patriotismo, en muchas poblaciones sólo se estaban produciendo terribles estallidos de violencia y derramamiento de sangre. 

Una vez en Sevilla, Blanco se entregó a la causa de la libertad, pero sin engañarse a si mismo.  Era dolorosamente consciente de que “el grito popular, aunque exprese el sentir de una mayoría, no merece el nombre de opinión pública, de la misma manera que tampoco lo merecen las unánimes aclamaciones de un auto de fe” y no lo era porque “la disidencia es la gran característica de la libertad”.  Mal podía darse la disidencia en una España marcada por la actividad de la Inquisición, por la prohibición de lecturas y por un cerril monolitismo religioso.

Durante esos años sevillanos, Blanco – en contacto con personajes como Saavedra, Jovellanos, Garay o Quintana – se convirtió en paradigma de la defensa de la redacción de una constitución, precisamente cuando la idea era ajena, a decir verdad, ajenísima, a la inmensa mayoría de los españoles.  No causa sorpresa que Quintana, fundador del Semanario patriótico encomendara a su amigo Isidoro Antillón la sección de Historia, pero la de Política se la entregara a Blanco.  El lema de la publicación era obvio: “defendiendo por encima de todo, la naciente libertad española”.  Por eso, el Semanario duraría “en tanto que en él respire la verdad sencilla, en tanto que la adulación no venga a mancharlo; mientras que el odio a la tiranía le comunique su fuego, mientras que el patriotismo le dé su intrepidez altiva”. 

Blanco lanzó desde el Semanario sus propuestas a favor de una Constitución; de la reunión de una “Representación nacional, llámese Cortes, o como se quiera”; de la independencia de millones de españoles frente al “capricho de uno solo” y de que “cada ciudadano llegue a sentir sus propias fuerzas en la máquina política”.  Si, por un lado, clamaba contra el invasor; por otro, elevaba la voz en pro de la libertad del pueblo.  Finalmente, la publicación pereció por las corruptelas del nuevo orden nacido de la sublevación y también por la presencia de la Inquisición[1].

El 7 de diciembre de 1809, Blanco concluyó su Dictamen sobre el modo de reunir las Cortes en España.  En él, señalaba que no tenía sentido insistir en los precedentes históricos de las Cortes en la medida en que salvo algunos eruditos nadie los conocía.  Por el contrario, lo esencial era reunirlas con urgencia para evitar las ambiciones de los que ya habían concebido esperanzas de mando y conseguir que lo cedieran “no a una clase de hombres, sino a la patria, no a una corporación, sino a la nación entera”. 

Ya desde Londres, Blanco aplaudió con entusiasmo los logros sucesivos de las Cortes como la aprobación de la libertad de imprenta o la declaración de soberanía de la nación.  No es menos cierto que no tardó en lamentar la concreción exacta de esas conquistas.  Por ejemplo, el Reglamento de la libertad de imprenta en España promulgado por las Cortes disgustó a Blanco porque era muy restrictivo y eliminaba así la posibilidad de que una acción despótica de las Cortes pudiera verse frenada por la opinión pública.  De la misma manera, Blanco se percató de que la Regencia seguía teniendo un poder no escaso sobre las Cortes cuando, a su juicio, de éstas debía salir el gobierno.  Señalaría así: “póngase, por ejemplo, a un Argüelles, en el ministerio de Estado, a un Torreros en el de Gracia y Justicia, a un González en el de Guerra, y se verá cómo crece la actividad y cómo se comunican fuerza los dos poderes”.

Entre 1810 y 1814, la publicación dirigida por Blanco dio cabida a las instrucciones dadas por las Juntas a los diputados, al Dictamen ante la Junta central de Jovellanos, a las Reflexiones sobre la Revolución española de Martínez de la Rosa, al texto completo de la Constitución de 1812, pero, sobre todo, analizó los textos con un rigor que casi sobrecoge por su lucidez.  De manera muy especial, Blanco redactó un conjunto de escritos conocidos como las Cartas de Juan Sintierra donde señalaba los problemas que veía en la actividad de las Cortes y en las posibilidades de que la Constitución tuviera un futuro feliz.

Las críticas formuladas por Blanco suenan, lamentablemente, muy familiares para el lector actual.  Se queja, por ejemplo, de que no pocas cuestiones se solventaban no en las Cortes de manera abierta, sino en los pasillos y en reuniones secretas o de que los diputados parecían más estar en una tertulia que al servicio de la nación. También de que, buscando el lucimiento, se elevaban perdiendo el contacto con la realidad.

CONTINUARÁ

[1]  Blanco White, Oc, p. 192 ss.

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