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Lunes, 18 de Noviembre de 2024

XIX.- El judío como archienemigo (IV): El adoctrinamiento antisemita

Jueves, 6 de Febrero de 2020

A su muerte, Fernando III sería colocado en un sepulcro donde el epitafio tendría una inscripción cuádruple en latín y castellano, árabe y hebreo.  Encarnación indiscutible de las virtudes caballerescas, pocos personajes habrían hecho tanto bien a los judíos en España y se mostraron tan nobles y aguerridos en su vida y en la lucha multisecular contra el islam.  Su impronta generosa y positiva continuaría todavía por un tiempo cerniéndose sobre la vida de los judíos que habitaban la Corona de Castilla.

La muerte de Fernando III y su sucesión por Alfonso X el llamado sabio no significaron el final de la protección regia de los judíos para complacer el antisemitismo papal.  Por el contrario, Alfonso X poseía un acendrado sentimiento español y, por eso mismo, estaba dispuesto a que prevalecieran los sentimientos nacionales sobre los eclesiales.  Al respecto, no deja de ser significativa la visión nacional descrita literariamente por Alfonso X:

 

        “Esta España tal es como el paraíso de Dios… es bien abondada de mieses, e deleitosa de frutas, viciosa de pescados, sabrosa de leche e de todas las cosas que de ella se hacen; e llena de venados e de caza, cubierta de ganados, lozana de caballos, provechosa de mulos e de mulas; e segura e abastada de castillos; alegre por buenos vinos, holgada de abundamiento de pan, rica de metales.  E España, sobre todas las cosas, es ingeniosa, y aún temida y muy esforzada en lid; ligera en afán, leal al Señor, afirmada en el estudio, palaciana en palabra, complida de todo bien; e non ha tierra en el mundo quel semeje en bondad nin se iguale ninguna a ella en fortaleza, e pocas ha en el mundo tan grandes como ella.  E sobre todas España es abundada en grandeza; más que todos preciada por lealtad.  ¡Oh, España, non ha ninguno que pueda contar tu bien!”.

 

Excede con mucho los límites del presente estudio abordar, siquiera mínimamente, la figura del rey sabio.  Sí debe dejarse constancia de su actitud hacia los judíos que con él disfrutaron del período más brillante, libre y con perspectivas de la historia medieval española.   Alfonso X dejó de manifiesto su decidida voluntad de agrupar en Toledo a todos los sabios judíos de España, escapados no pocos de ellos de lugares como Córdoba, Sevilla o Lucena.   El médico rabí Yehudah Mosca Ha-Qaton, rabí Isaac ben-Zaqut Metolitolah, el alfaquín rabí Yehudah ha-Cohen, el astrónomo rabí Isaac de Toledo fueron sólo algunos de los sabios judíos que, bajo la dirección directa de Alfonso X, se congregaron en Toledo.  No resulta extraño, por citar un ejemplo, que el rey ordenara que al sur de la ciudad se construyera un edificio que sirviera de observatorio y que en él rabí Isaac ben Zaqut y rabí Yehudah ben Mosseh ben Mosca llevaran a cabo los trabajos que dieron lugar a las tablas alfonsíes.

No se trató únicamente del respaldo a la sabiduría.  Las invitaciones para que las aljamas de Badajoz y su término acudiesen con las oncenas de sus mercaderías, o la entrega de importantes posesiones – de acuerdo con el Repartimiento de Sevilla – a personajes judíos muestran la convicción de Alfonso X en los beneficios que se derivaban de la laboriosidad judía.  Fue precisamente esa convicción la que explica la legislación del reino.  Es cierto que el Fuero real de 1255 castigaba las injurias que los judíos pudieran proferir contra Jesús o la Virgen, y penaba la apostasía.  Pero, a la vez, extendía los privilegios judíos hasta el punto de permitir que se quemaran los libros que pudieran ofender su fe – como sucedía ya con el catolicismo – y se consagraba el amparo a sus fiestas religiosas.  No acabó ahí el reconocimiento de los derechos de los judíos.  En las Leyes nuevas encontramos la concesión del mismo derecho de apelación y en las Partidas se les otorgó un título completo, el VII.  Por si todo lo anterior fuera poco, la administración de las rentas públicas quedó totalmente en manos de los judíos. 

El cuadro no debe verse bajo luces idílicas porque no faltaron tampoco los choques entre el monarca y los judíos.  Sin embargo, es obvio que los judíos de Castilla estaban recibiendo protección no sólo de la intolerancia islámica sino también del cerrado antisemitismo de la Santa Sede.  Pero si la corona estaba dispuesta a mirar hacia otro lado a la hora de obedecer a la normativa anti-judía de los sucesivos papas, no sucedía lo mismo – y resulta comprensible – con el clero.  De hecho, la labor que desarrolló al respecto es de tal magnitud que sin ella no puede entenderse el desarrollo del antisemitismo hispano. 

Al respecto, no deja de ser significativo que en algunas de las obras de la época los judíos aparezcan retratados con luces verdaderamente siniestras.  En los Milagros de Nuestra Señora, del monje Gonzalo de Berceo, gran propagandista de la avocación de fondos hacia la iglesia católica, los judíos ya no son los usureros a los que el héroe burla como sucedía en el Cantar de mío Cid.  En el milagro XVIII, por ejemplo, el rabí más honrado de Toledo se complace en burlarse de Jesús y de su madre.  El pueblo responde a ese comportamiento dándole muerte y, como señala el monje, “Qual facien tal prisieron: ¡Grado al Criador!”.  Que la historia no se basaba en un hecho real está fuera de discusión, pero expresa un claro resentimiento que debía calar en el pueblo llano.  Los judíos eran los de la “otra fe” y, precisamente por eso, era lícito darles muerte.  Basta reflexionar la lección moral del clérigo y podrá entenderse no poco de lo que iba a acontecer en los siglos venideros.  De hecho, tanto era el peso del antisemitismo católico que ni siquiera el rey sabio pudo librarse totalmente de él.  Al respecto, algún contenido del Libro de los Cantares et Loores de Santa María, atribuido a Alfonso X, resulta verdaderamente inquietante porque da por sentado que los judíos podían entregarse a prácticas blasfemas contra la fe cristiana en sus domicilios. 

No en la creación, pero sí en el desarrollo verdaderamente furibundo del antisemitismo tuvieron un papel especial las nuevas órdenes mendicantes – franciscanos y dominicos – que aprovecharon en no escasa medida su cercanía a las poblaciones urbanas para inyectar el odio hacia los judíos acusándolos de los crímenes más horrendos.  Su papel, al respecto, fue verdaderamente esencial[1].  A esas órdenes católicas se deberían la extensión entre el pueblo de terribles calumnias antisemitas como la del crimen ritual presuntamente perpetrado por los judíos durante la Pascua[2].  No deja de ser significativo que semejante calumnia no prendiera nunca en otras confesiones cristianas independientemente de su carga o no de antisemitismo y que, iniciado incluso el Holocausto y después de que éste concluyera, la acusación siguiera siendo lanzada por medios pertenecientes a la iglesia católica.  Como veremos, la acusación de crimen ritual tendría su trágica estela en la Historia de España y, de manera incomprensible, aún se sigue celebrando en algunas poblaciones españolas festividades religiosas relacionadas con la falsa acusación.  Desde luego, no deja de ser significativo que en el libro VII de las Partidas se halle un eco de la acusación de crimen ritual.  Alfonso X no la da por buena – lo que no era baladí – pero sí consigna que el rumor existe y deja claro que, en caso de darse algún episodio de ese tipo, en su reino lo castigaría con la muerte.

       En buena medida, el reinado de Alfonso X constituyó el inicio de un periodo de transición –el del siglo XIII – hacia el desencadenamiento de terribles golpes sobre los judíos de España.  Por un lado, los judíos disfrutaban de la protección de un rey que los consideraba útiles y que, por ello, les concedía privilegios especialmente de carácter económico.  En sus funciones, los judíos demostraron ser competentes y la importancia de sus servicios a la corona no puede ser minimizada.  Sin embargo, la impronta claramente antisemita de la iglesia católica tenía, entre otras pésimas consecuencias, la de crear una disposición entre los fieles a creer cualquier cargo formulado contra alguien a quien se odiaba.  En otras palabras, no se trataba de protestar por el ejercicio de la usura o ante el cobro de impuestos, sino de llegar a creer acusaciones como las del crimen ritual perpetrado por los judíos durante el Viernes santo.  Concluir a partir de ahí que semejantes acciones merecían la muerte implicaba ya dar un paso pequeño.  Sin embargo, atacar a los judíos era una empresa irrealizable mientras existiera la protección regia.  Si ésta desaparecía – algo posible dadas las presiones papales - las perspectivas de los judíos podían pasar de la prosperidad y el relieve a recibir golpes de todo tipo.  De hecho, ése sería el escenario de las décadas siguientes.    Con todo – ha de decirse – que, comparados con la de otros reinos, la situación en Castilla era privilegiada.

CONTINUARÁ


[1]  Véase sobre el tema, Joshua Trachtenberg, The Devil and the Jews.  The Medieval Conception of the Jew and Its Relation to Modern Antisemitism, Filadelfia, 1983, pp. 109 ss.

[2]  Sobre el tema, veáse:  Alan Dundes (ed), The Blood Libel.  A Casebook in Anti-Semitic Folklore, Madison, 1991; Raphael Israeli, Blood Libel and Its Derivatives.  The Scourge of Anti-Semitism, New Brunswick y Londres, 2012; R. Po-chia Hsia, The Myth of the Ritual Murder.  Jews and Magic in Reformation Germany, New Haven y Londres, 1988.

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