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Martes, 19 de Noviembre de 2024

XLVI.- La España de la contrarreforma (III): La aventura imperial de Carlos V (III): El proyecto imperial de Carlos V (III)

Jueves, 17 de Septiembre de 2020

A la sazón, el emperador Maximiliano estaba dando todos los pasos posibles para conseguir que su nieto Carlos le sucediera.  Semejante consecución no era fácil en la medida en que la corona imperial no era hereditaria sino que dependía del voto de varios electores y, en no escasa medida, del respaldo papal que debía ungir al nuevo emperador.  Carlos, sin embargo, era un candidato que no gustaba al pontífice.   En aquellos momentos, era rey de España y acumulaba territorios en Italia y los Países Bajos.  Si además se convertía en emperador, contaría con una fuerza que era contemplada como una amenaza por la Santa Sede.  El papado consideraba – como lo había hecho antes y lo seguiría haciendo después – que cualquier poder político fuerte podía llegar a cuestionar sus privilegios y, por tanto, debía ser abortado antes de que alcanzara todo su vigor o, al menos, debilitado.  La realidad, pues, en contra de lo que ha dicho alguna ignorante recientemente, es que el mayor enemigo para la elección de Carlos como emperador no era la nobleza alemana sino el papado.  Con todo, el hecho de que, de repente, apareciera un hereje contra el que se podía actuar en beneficio del papa, fue visto por el emperador Maximiliano como una vía para cambiar el punto de vista papal sobre la sucesión del imperio.  Quizá si el pontífice era consciente del celo religioso del emperador dejaría de oponerse a la elección de su nieto Carlos como sucesor suyo.  De manera inmediata, Maximiliano escribió al papa para indicarle que debía intervenir contra el hereje Lutero y que, por supuesto, contaba con su apoyo. Si se examina fríamente la situación, hay que reconocer que la posición del agustino había empeorado extraordinariamente en muy poco tiempo.  Ciertamente, Lutero había contado hasta entonces con la protección del Elector y con el respaldo de los eruditos, pero la coalición del emperador con el papa debía ser considerada como una fuerza imposible de resistir.   En apariencia, la suerte de Martín Lutero estaba echada. 

 

Sin embargo, el papa era más que consciente de que la lucha contra la herejía no era una finalidad en si – como creen muchos católicos – sino tan sólo un medio para mantener el poder de la Santa Sede.  Lo que se discutía, pues, en contra de lo que pudiera pensar el emperador Maximiliano, no era si la herejía debía ser extirpada si no qué camino era el más fecundo para mantener el poder papal sin interferencias.  En otras palabras, ¿era mejor acabar con un hereje y, a cambio, tener al rey de España como emperador o impedir que Carlos se ciñera la corona imperial aunque el hereje se escapara?  El papa optó por la segunda posibilidad.  Así, no reaccionó contra Lutero porque deseaba obtener el voto de su príncipe, Federico de Sajonia, para su candidato.  El papa actuó maquiavélicamente, pero, como tantas veces antes y después, no se salió con la suya y, a pesar de todo, Carlos fue elegido emperador – los sobornos pesaron más que la obediencia al papa entre los piadosos príncipes católicos – y el papa se encontró con el escenario italiano que había deseado evitar.  De manera indirecta, pues, la candidatura de Carlos y sobre todo la inquina que contra ella abrigaba la Santa Sede provocó un respiro a la causa de la Reforma.  Fue ciertamente la única beneficiada en aquella enredadera de intereses poco nobles porque la elección consagró la visión medieval del ahora Carlos V – que unció a ella a España – y aumentó los resquemores de la Santa Sede contra el nuevo emperador.  Sería España la que pagaría aquella aversión papal de manera y lo haría de manera no liviana.

El enfrentamiento entre España y Francia tuvo lugar precisamente en la península italiana.  Carlos V no podía saberlo, pero, al fin y a la postre, su política en Italia estaba condenada al fracaso por la decisión expresa de la Santa Sede.  En 1525, Francisco I de Francia fue derrotado por Carlos V en Pavía y, a continuación, enviado a Madrid donde se le recluyó en la torre de los Lujanes en Madrid.  Renunció el rey francés a sus pretensiones francesas sobre Milán y Borgoña.  Sin embargo, una vez en libertad, Francisco I se alió con la Santa Sede – que seguía siendo furibundamente antiespañola - en la denominada Liga de Cognac y volvió a enfrentarse con Carlos V.  En otras palabras, todo volvía al punto de partida porque el papa había decidido aliarse con el rey de Francia contra España.  

En 1527, las tropas imperiales llegaron a Roma, la tomaron y la saquearon[1].  Todavía en los libros de texto de la España de los años setenta se intentó justificar ese episodio señalando que habían sido mercenarios luteranos que servían al emperador los que se habían atrevido a profanar la Ciudad eterna.  La realidad histórica – que salta de los textos de la época – fue muy distinta.  Las fuerzas españolas arrasaron Roma porque estaban convencidas de que era una sentina de vicios de los cuales el menor no era precisamente la política anti-hispana del papa.  No deja de ser significativo que autores españoles como Francisco Delicado o Alfonso de Valdés vieran la acción de las tropas imperiales como un justo castigo de Dios.  El primero, sacerdote él mismo, había dejado trazado, con singular gracejo, en su novela La lozana andaluza un panorama de escandalosa corrupción que llegaba hasta las más altas jerarquías eclesiásticas; el segundo, en su Diálogo de las cosas acaecidas en Roma, no sólo describía la duplicidad del rey francés sino también la aún menos escrupulosa política de la Santa Sede.  Por supuesto, se trató de un mero paréntesis.  Recuérdese que, mucho más tarde, tan sólo entre 1796 y 1871, combatió en seis guerras de gran calado y todavía en 1878, la bandera papal tremolaba en barcos de guerra.   

La firma de la paz de Cambray (1529) entre Francisco I y Carlos V iba a ocultar esa terrible realidad de la que España era la principal pagadora.  A ocultar que no a eliminar o suavizar.  Todo lo contrario.  A esas alturas, Carlos V ya había sido visto por el papado como el instrumento ideal para desarrollar sus ofensivas en el exterior.  El emperador no sólo no se percató de los riesgos de ese cambio de visión sino que lo abrazó entusiasmado en la embriaguez que le producía pensar que podría ser una figura como las del medieval Sacro Imperio romano-germánico.  La Santa Sede dio marcha atrás en su política anti-española única y exclusivamente por la necesidad que tenía de que Carlos V persiguiera el protestantismo en sus territorios y, de manera especial, en el Imperio abortando cualquier posibilidad de reforma.

Inicialmente, la presión que significaban franceses y turcos - en 1526, los turcos conquistaron Hungría y en 1527, llegaron a las puertas de Viena de donde fueron rechazados - obligaron a Carlos I a pactar con los protestantes una cierta tolerancia.  Pero tanto el papa como él no pensaban respetarla.  Poco importaba que, preguntado por el emperador Carlos, Erasmo hubiera respondido que Lutero tenía razón aunque había cometido dos errores fatales, el de atacar la panza de los monjes y la tiara de los cardenales, en otras palabras, el de cuestionar su codicia y su ansia de poder.   La tolerancia era única y exclusivamente un breve respiro, una efímera tregua en medio de una batalla que, como en el caso de los cátaros, sólo podía acabar con el exterminio de los disidentes a manos de los ejecutores de la Santa Sede.   La batalla de Mühlberg, de la que el único beneficio sería un magnífico retrato ecuestre de Tiziano, fue, ciertamente, una muestra de que los protestantes iban a ser perseguidos a sangre y fuego, pero se trató de una victoria pasajera en medio de un panorama en el que los rivales de Carlos V actuaban con más pragmatismo. 

Mientras Carlos V se empeñaba en asentar un nuevo imperio católico-alemán calcado de la visión medieval de Carlomagno y los Otones y decidido a aplastar a los disidentes religiosos, sus verdaderos enemigos eran Francisco I de Francia y el imperio de la Sublime puerta en expansión.   Por lo que se refiere a la Inglaterra cismática de Enrique VIII y a los protestantes alemanes, ni la una ni los otros deseaban un conflicto armado con el emperador.  A decir verdad, hubieran suscrito una alianza con España con verdadero agrado.  Sólo la insistencia de Carlos V en servir los intereses de la Santa Sede por encima de otro tipo de consideración acabó por enajenarle la posibilidad de un acuerdo con estos aliados potenciales e impedirle triunfar sobre los enemigos reales.  Podrá decirse en su excusa que sólo seguía el espíritu de la época.  Podrá decirse, pero no dejará de ser un craso error.  Francisco I era católico, pero no estaba dispuesto a someter a su nación a los intereses de la Santa Sede.  Si se aliaba con Francia, el papa era un buen aliado, pero si no lo hacía no por eso Francisco I se sometería a sus decisiones.  Así, el monarca francés, a pesar de su inferioridad de medios, supo aprovechar la situación internacional en beneficio propio y se alió sin ningún problema de conciencia – presumía del catolicismo de su corona - con Solimán el magnífico en 1534.  Incluso brindó su apoyo a los protestantes alemanes en la medida en que ambos pasos podían socavar el poder imperial de Carlos V.   El monarca francés sabía que la base de los intereses de su nación no podía ser la religión y actuaba en consecuencia.  Carlos V, por el contrario, seguía la estela trazada por los Reyes Católicos con pésimas consecuencias. 

CONTINUARÁ


[1]  Sobre el tema, véase: D. Alvarez, The Pope´s Soldiers.  A Military History of the Modern Vatican, Wichita, 2011, pp. 266 ss. 

 

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