La tercera fase del reinado de Carlos I – la denominada la imperial – sólo implicó ahondar en los errores previos dejando de manifiesto hasta qué punto el proyecto político e internacional había fracasado. La finalidad principal de la política de Carlos V en esa fase fue mantener el control sobre el imperio y aniquilar el protestantismo. En ambos objetivos, fracasó Carlos V y no podía haber sido de otra manera. En primer lugar, porque el papa, a pesar de la entrega desinteresada de los caudales de España por parte de Carlos V, tenía miedo de un emperador demasiado fuerte y de una España robusta que pudiera hacer sombra en Italia a los Estados pontificios. Así, después de los primeros triunfos imperiales, la Santa Sede retiró su ayuda a Carlos V. En segundo lugar, porque, en respuesta a la agresión católico-imperial, los protestantes crearon la Liga de Smalkalda. Esta alianza de defensa frente a los ataques católicos no dudó en pactar con Enrique II de Francia una vez que comprendió que las posibilidades de llegar a un acuerdo con el emperador, sometido a los deseos de la Santa Sede, eran nulas. Enemigo natural de Carlos V, Enrique II, piadoso católico, no tuvo ningún inconveniente en ayudar a los protestantes alemanes iniciando la marcha sobre el Rhin. Gustara o no a la Santa Sede, los intereses de su nación estaban por delante de cualquier otro. La suerte de las armas resultó tan negativa para Carlos V que estuvo a punto de ser capturado en Innsbruck.
En 1555, derrotado por los protestantes que habían sobrevivido a las sucesivas embestidas católicas, Carlos V accedió a firmar la paz de Augsburgo. El documento tendría una enorme trascendencia en la Historia de los Derechos Humanos porque en él se consagraba el principio de la libertad religiosa no porque así lo deseara el católico emperador sino muy a pesar suyo y de la iglesia católica. Al año siguiente, Carlos V firmó con Francia la tregua de Vaucelles en virtud de la cual se regresaba al statu quo ante.
De todos es sabido que la empresa imperial de Carlos V fracasó y fracasó de manera estrepitosa. España podría haber contenido a la perfección las apetencias territoriales de Francia e incluso puesto coto a la expansión turca en el Mediterráneo. Podría haberlo conseguido a la vez que mantenía su peso en Italia. La condición para ello habría sido que, en lugar de servir a los intereses temporales de la Santa Sede, perseguir a los protestantes – con los que no tuvo reparo en aliarse el catolicísimo Francisco I y el no menos católico Enrique II – o intentar levantar un imperio al estilo de Carlomagno, se hubiera fijado en la defensa de los intereses de España. No eran éstos otros que frenar la política agresiva de Francia cercándola con la ayuda de Inglaterra y los príncipes alemanes e impedir las acciones hostiles del papado en Italia. No hizo ni una ni otra cosa y además, de una manera que desafía la razón más elemental, aceptó someter su acción exterior precisamente a ese mismo papado.
Otra persona más sensata, más realista, más reflexiva quizá hubiera aprendido la lección con el paso del tiempo o habría llegado a comprender algo al final de sus días. No fue el caso de Carlos V. Totalmente infectado de papismo, murió sus días asegurando que su mayor error había sido no quemar a Lutero cuando había estado en sus manos hacerlo. No lo había sido confiar en una Santa Sede traidora, o no cercar por completo a Francisco I, o haber perdido la alianza con Inglaterra o los príncipes alemanes, o haber malgastado los caudales indianos en guerras absurdas. No. Su gran equivocación había sido no quemar a Lutero. Semejante afirmación constituye todo un epítome de las razones del estrepitoso fracaso.
Con todo, y a pesar de afirmaciones repetidas no pocas veces, no fue más tolerante en materia religiosa Carlos V que su hijo Felipe II. Carlos V quiso instalar la Inquisición en Flandes donde persiguió a los anabautistas con enorme ferocidad. Ansió también durante su reinado aplastar a los protestantes alemanes, aunque la cercanía de los turcos lo obligó a pactar concesiones en su favor - que no a reconocer libertades – que acabaron resultando irreversibles. En sus últimos tiempos, dejó instrucciones sobre la quema de herejes tanto a Fernando en Alemania como a Felipe en España.
A pesar de todo, al dictar las abdicaciones de Bruselas que dejaban como heredero del imperio alemán a su hermano Fernando y como heredero del español a su hijo Felipe, Carlos V reconocía, siquiera tácitamente, que la empresa imperial se había desplomado y que ni España podía soportarla sobre sus hombros ni los alemanes lo habrían tolerado.
Por una ironía del destino, retirado al monasterio de Yuste para prepararse a bien morir, el último confesor de Carlos sería Carranza, un arzobispo al que la Inquisición detendría y procesaría. Carranza fue un personaje excepcional. Navarro, dominico y gran rival de Melchor Cano, en 1554, se hallaba en Inglaterra con la misión de devolverla al catolicismo. Felipe II le propuso como arzobispo de Toledo. En 1558, Carranza asistió a Carlos V en su lecho de muerte. El emperador dudaba de que pudiera salvarse incluso después de haber recibido los últimos sacramentos y Carranza le instó a que se olvidara de todo y creyera en Jesús. Semejante consejo fue interpretado en el sentido de que Carranza sostenía la doctrina paulina de la justificación por la fe, una de las columnas de la teología de la Reforma. Por esa causa o quizá sólo por la envidia que provocaba su éxito, en 1559, fue detenido. De 1559 a 1567, sufrió un proceso en España, pero recusó al juez con lo que no se pudo dictar sentencia de culpabilidad. Entonces el proceso pasó a Roma. En 1576, Gregorio XIII le condenó por ser no hereje sino “vehementemente sospechoso de herejía”, una sentencia que pretendía contentar a todos y que no gustó a nadie. Finalmente, poco antes de morir fue totalmente absuelto. No dejaba de ser una ironía que el confesor último de Carlos V, el gran luchador contra la Reforma, fuera encausado por la Inquisición como sospechoso de protestantismo.
CONTINUARÁ