"Ordenamos a todo valdense que, en vista de que están excomulgados de la Santa Iglesia, son enemigos declarados de este reino y tienen que abandonarlo, e igualmente todos los estados de nuestros dominios. En virtud de esta orden, cualquiera que desde hoy se permita recibir en su casa a los susodichos valdenses, asistir a sus perniciosos discursos o proporcionarles alimentos, atraerá por esto la indignación de Dios Todopoderoso y la nuestra; sus bienes serán confiscados sin apelación y será castigado como culpable del delito de lesa majestad; además cualquier noble o plebeyo que encuentre dentro de nuestros estados a uno de estos miserables sepa que si los ultraja, los maltrata o los persigue, no hará con esto nada que no nos sea agradable".
Como era de esperar, los valdenses no tardaron en encontrarse sometidos a un acoso despiadado. Ya hemos señalado las constituciones promulgadas por Jaime I para perseguir a los herejes que concluyeron en la implantación de la inquisición a este lado de los Pirineos. La represión fue, ciertamente, feroz. En Gerona, ciento catorce valdenses fueron quemados en uno de los procesos arrojándose luego sus cenizas al río Ter. Ocasionalmente, algún obispo, como el de Huesca, les dio amparo por su nobleza de costumbres, pero se trató de una excepción que confirmaba la regla de la terrible persecución. En 1237, cuarenta y cinco fueron detenidos en Castellón, quemándose a quince de ellos en la hoguera.
En 1242, tuvo lugar en Tarragona, siendo su obispo Pedro de Albalat, la celebración de un concilio contra los valdenses. De manera bien significativa, entre las conductas que se consideraban más censurables estaban la oposición al juramento y a la aplicación de penas corporales, características ambas de los valdenses. El hereje impenitente sería entregado al brazo secular para su ejecución aunque, en caso de arrepentirse, sería castigado sólo con la prisión perpetua. A decir verdad, sólo aquellos que hubieran confesado a su confesor la herejía antes de que los investigara la inquisición tenían alguna oportunidad de escapar sin castigo.
Al fin y a la postre, como había sucedido con los cátaros, los valdenses fueron totalmente exterminados en la Península Ibérica. Sin embargo, a diferencia de los albigenses, su destino sería más venturoso en el resto de Europa. Sobrevivieron, a pesar de la inquisición, en distintos lugares insistiendo en distribuir las Escrituras en lengua vernácula – algo imposible en los reinos hispánicos – y predicar el Evangelio. En el siglo XVI, los valdenses se sumaron a la Reforma al encontrar en ésta el mismo mensaje que llevaban proclamando, con harto costo, desde hacía siglos.
CONTINUARÁ