En las Cortes de Lérida (1300), Zaragoza (1301) y Alagón (1307), Jaime II dispuso el perdón de las deudas que los cristianos pudieran tener con los judíos. Sin duda, se trató de una medida popular pero de justicia discutible y, en cualquier caso, tomada con el dinero ajeno. No causa sorpresa que ante semejante estado de cosas, los judíos comenzaran a abandonar los territorios de la Corona de Aragón. ¿Por qué tendrían que permanecer en lugares donde se les obligaba a escuchar predicaciones cuya finalidad era llevarlos a la apostasía a la par que se les arrancaba el dinero y se les obligaba a contribuir onerosamente a las empresas del rey?
La huida alarmó – no podía ser menos – a Jaime II y, para retenerlos en sus reinos, tuvo que recurrir a los expedientes acostumbrados, es decir, librar órdenes a sus funcionarios para que protegieran a los judíos de los abusos y concederles algunos privilegios. Sin embargo, el alivio proporcionado a los judíos durante los últimos años de su reinado fue efímero. El que se les obligara a escuchar las predicaciones del maestro Huesca y otros dominicos o los argumentos religiosos suministrados por el clero a la gente del pueblo llano que ya envidiaba y aborrecía a los judíos sólo sirvieron para que la huida de Valencia, Aragón y Cataluña continuara. Cuando en 1336 el trono fue ocupado por Pedro IV, la situación era verdaderamente lastimosa. Que semejante situación era enormemente perjudicial para los intereses de la Corona fue una realidad testaruda que se imponía por mucho que quisiera negarse.
En las cortes de Zaragoza, convocadas tras el desastre de Epila (1348), Pedro IV devolvió a los judíos la capacidad de realizar préstamos usurarios y lo justificó señalando que lo hacía no sólo para favorecer a los hijos de Abraham sino también al resto de la población. La afirmación de seguro fue mal recibida por algunos sectores, pero no dejaba de encerrar una gran verdad, la de que la salida de los judíos era una pérdida imposible de compensar. Y no era el rey el único que lo veía así. Con todo, en las décadas siguientes, el antisemitismo – predicado de manera constante por el clero siguiendo las directrices papales – se iba a convertir en una peligrosa arma política.
CONTINUARÁ