Las últimas décadas del siglo XIV fueron especialmente duras para los judíos de Europa a causa de la política seguida contra ellos por la iglesia católica. Durante los años 1348 y 1349, se convirtieron en Alemania en víctimas de matanzas provocadas por el clero que propaló la acusación de que envenenaban las aguas y los pozos. La prueba aparente de semejante cargo era que, durante las epidemias, mientras el pueblo llano moría, los judíos sobrevivían no del todo, pero sí en mayor medida. La razón de semejante circunstancia era simplemente el seguimiento de las normas de tratamiento de enfermedades contagiosas y la mayor higiene de acuerdo con lo contenido en la Biblia, pero no costó mucho a la fantasía popular identificar la mayor resistencia a la enfermedad con una conjura contra los no-judíos. Y desde Alemania el incendio se extendió por toda Europa y alcanzó la Península Ibérica. La marea de violencia antisemita se extendió por Galicia, León y Castilla, entró en Navarra y, finalmente, penetró en los territorios de la Corona de Aragón causando estragos especiales en zonas como el Ampurdán. El que hubiera algunos judíos que murieron ni contuvo al clero en su propaganda ni impidió que el pueblo llano buscara en los judíos un chivo expiatorio de sus calamidades. En Gerona, por ejemplo, fue atacado el cementerio judío y, tras llevarse a cabo el desentierro de los cadáveres, fueron éstos quemados. El execrable episodio hubo de ser contemplado por algunos judíos a los que no sólo se obligó a estar presentes sino que además se dio muerte a continuación arrojando sus restos a las llamas. No fue una excepción.
En Navarra, la combinación de cargas regias con acusaciones no por delirantes menos dañinas convirtió en insoportable la existencia de los judíos. La huida del reino, ya comenzada tiempo atrás, llegó a extremos escalofriantes. Un padrón general elaborado por orden del rey Carlos II nos muestra que, excluida la judería de Pamplona, había cuatrocientos veintitrés hogares judíos en las cuatro merindades del reino. La cifra resulta escalofriante si se tiene en cuenta que unos años antes tan sólo en la merindad de Tudela había medio millar de hogares.
Durante las últimas décadas del siglo XIV, en el reino de Navarra apenas quedaban algunos judíos en las juderías de Pamplona, Estella y Tudela. En 1375 y, nuevamente, en 1384 intentaron llegar a algún acuerdo con el rey para vivir en paz en Navarra a cambio de contribuir de manera sobresaliente a levantar las cargas del reino. En 1392, ofrecieron una importante suma al rey de Navarra para sufragar su viaje a Francia. Pero a esas alturas, la situación en toda la Península era desesperada.
En los territorios de la Corona de Aragón, las matanzas de judíos se iniciaron el mismo año que en Alemania. Así, en 1348, los valencianos asaltaban la judería de Murviedro en un estallido de ira popular provocado por el clero. En Gerona, por el contrario, las matanzas de judíos se debieron a los propios almogávares del rey de Aragón.
A las explosiones sangrientas se sumaron los intentos continuados por cercenar los ámbitos donde podían vivir los judíos. En 1370, Valencia solicitaba de Pedro IV que los judíos no pudieran trascender de los límites de la judería. Al año siguiente, el rey aceptaba la petición fijando una multa de veinte maravedíes de oro para cualquiera que traspasara los muros de la aljama. Ni siquiera la muerte del rey Pedro IV suavizó la situación de los judíos. En 1389, las cortes de Monzón pidieron al nuevo monarca que volviera a mantener a los judíos en los límites de la judería de Valencia. El rey accedió e incluso nombró al baile de la ciudad para que solventara la situación de forma definitiva. No llegó a hacerlo. En 1391, la vida de los judíos de toda España se vería dramáticamente sacudida.
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