Naturalmente, la iglesia católica no ignoraba el peligro de que los conversos retornaran a su antigua fe. Vicente Ferrer, uno de los personajes clave en las conversiones masivas, no había sido tan optimista – o tan ingenuo – como para pensar que todas perdurarían. Sin embargo, esa contemplación de la realidad no lo convirtió en más tolerante o, simplemente, en más compasivo o simplemente sensato. Por el contrario, para evitar el regreso al judaísmo de los conversos, había abogado por la separación entre judíos y conversos. Ese distanciamiento debía ejecutarse aunque implicara separar cruelmente a las familias. No fue el único. El 18 de agosto de 1393, Juan I de Aragón ordenó la separación de judíos y conversos, y prohibió a éstos últimos rezar o comer con ellos.
La influencia de Vicente Ferrer no quedó circunscrita a los territorios de la Corona de Aragón. Dotado de una mente privilegiada – a él se debió, por ejemplo, el compromiso de Caspe que puso fin al conflicto dinástico aragonés nombrando sucesor al castellano Fernando de Antequera – a su influencia y a la del converso Pablo de Santa María, que sería obispo de Cartagena y de Burgos, se debieron las ordenanzas de Valladolid de 2 de enero de 1412 que prohibían a los judíos tener cargos en el reino, los confinaban a un barrio específico y limitaban enormemente sus relaciones con católicos.
No fueron aquellas disposiciones las únicas que marcaron de manera siniestra el año de 1412 para los judíos. Durante el mismo, el papa Luna, Benedicto XIII ordenó la celebración de una disputa entre expertos cristianos y judíos sobre algunas cuestiones de carácter teológico. La disputa – que tuvo lugar en Tortosa – comenzó en enero de 1413 y duró hasta el 20 de noviembre de 1414. Aunque constituía una repetición de los episodios que habían tenido como escenario París y Barcelona, su altura fue mucho mayor.
A lo largo de sesenta y nueve encuentros, el judío de Alcañiz Yehosua ha-Lorki, ahora bautizado como Jerónimo de Santa Fe, se enfrentó a doce rabinos y personalidades judías de Aragón. Jerónimo había estado examinando durante veinte años las enseñanzas de las dos religiones y, al final, había llegado a la conclusión de que el cristianismo era verdadero y que, de hecho, constituía la consumación del judaísmo contenido en la Biblia. El Talmud, la base del judaísmo de su época, contenía, sin embargo, graves errores que debían ser rechazados. Con el tiempo, Jerónimo llegaría a escribir dos obras apologéticas tituladas Contra perfidiam iudaeorum y De Iudaeis erroribus ex Talmut, pero al inicio de la disputa ya se le podía considerar un verdadero experto en los temas abordados.
La primera parte de la disputa duró hasta marzo de 1414. A esas alturas, los rabinos – que eran conscientes de los peligros que sufrían sus comunidades - habían alegado que el episodio debía concluir porque las juderías se resentían de su ausencia. Sin embargo, el converso Jerónimo de Santa Fe estaba decidido a alzarse con una victoria en toda regla. En abril de 1414, presentó un listado de pasajes del Talmud que debían ser suprimidos porque resultaban injuriosos para el catolicismo. Como ya hemos indicado, la acusación se correspondía con la realidad y los rabinos se vieron obligados a señalar que sólo los sabios del Talmud podían dar una respuesta sobre esa cuestión. Se trataba de un esfuerzo cargado de prudencia, aunque difícilmente convincente, de salvar una situación arriesgada. Al final, en noviembre de 1414, presentaron el último memorial y se llegó al final de la disputa.
Sus resultados, como se temía, fueron muy negativos para las comunidades judías. Los argumentos de Jerónimo de Santa María – un hombre que había meditado en su conversión durante dos décadas – distaban mucho de carecer de solidez y no fueron pocos los que se vieron persuadidos por ellos y solicitaron recibir el bautismo. Por añadidura, se procedió a expurgar del Talmud los pasajes injuriosos para el catolicismo, pasajes que, como puede comprenderse, no contribuyeron precisamente a mejorar la imagen pública de los judíos.
Durante los años siguientes, aparecieron obras judías y católicas en las que se exponían – con notable acritud, todo hay que decirlo – las posiciones de ambas religiones. Fundamentalmente, se trataron de escritos para consumo interno que hoy nos resultan de sugestivo interés para el estudio de la Historia del pensamiento religioso en la Edad Media. Sin embargo, en aquella época el interés que despertaron distó mucho de ser meramente intelectual. Si, por un lado, era un intento de evitar un proceso de asimilación que se había acelerado desde 1391; por el otro, era toda una panoplia de argumentos para justificarlo. Desgraciadamente, el debate no quedó circunscrito – por ninguna de las partes – al terreno de la discusión.
CONTINUARÁ