Como se ha ironizado en más de una ocasión, cuando los españoles no saben qué hacer echan a un Borbón… o llaman a un Borbón. El artífice no sólo de esa conclusión sino del sistema que regiría España durante más de medio siglo hasta llegar a la Segunda República en 1931 fue un político de origen andaluz llamado Antonio Cánovas del Castillo. Su sistema, llamado con justicia canovista, tenía escasas pretensiones aunque no carentes de relevancia. En primer lugar, pretendía apartar a los militares de la política para evitar la tradición de golpes y pronunciamientos del siglo XIX; en segundo, ansiaba crear un sistema bipartidista al estilo británico sostenido sobre un partido conservador – el de Cánovas – y otro liberal y tercero, buscaba acabar de articular el sistema liberal que nunca había terminado de levantarse en España y del que se esperaba el progreso vivido por otras naciones europeas. Para evitar vaivenes propios de las elecciones, Cánovas pactó con Sagasta, el dirigente liberal, que se turnarían en el poder. El sistema canovista iba a durar, pero con crecientes dificultades. Las presiones de la iglesia católica impidieron la libertad religiosa durante décadas obligando a cuestionarse que el sistema fuera realmente liberal; el turnismo corrompió el juego electoral amañándolo y el voto censitario limitó la participación a un porcentaje ridículo de los ciudadanos. Por si fuera poco, la libertad de mercado, defendida por Cánovas en sus primeros años, fue abandonada con rapidez para favorecer los intereses de unas oligarquías catalanas que eran, por definición, ferozmente proteccionistas. De esta manera, el régimen que podría haber evolucionado con firmeza hacia la democracia como había sucedido en otras naciones se convirtió en lo que Costa denominó con conocida frase un sistema de “oligarquía y caciquismo”. No sorprende que el propio Cánovas dijera con amargura que en España gobernar se limitaba a “ir tirando”. Así habría parecido a juzgar por una política exterior que dejó a la nación aislada frente a los peligros que pudieran presentarse. Seguramente, el régimen estaba desde muchos puntos de vista muerto antes de acabar el siglo con una derrota militar, la de la guerra de 1898, que dejaría limitado el imperio español a “el hueso del Rif y la espina de la Yebala” en el norte de África. Pero Cánovas no llegaría a ser testigo de ese agotamiento que se traduciría en una creciente desestabilización sólo consumada ya bien entrado el siglo XX. Con su vida acabaría un fenómeno que iba a arraigar en España con especial virulencia: el terrorismo.
Próxima semana: Pablo Iglesias