Desearía dedicar esta entrega a reflexionar sobre un tema no pocas veces eludido, el de las fuerzas y los intereses que actuaron en la revolución rusa. En apariencia, se trató de un asunto interno ruso, librado por rusos y resuelto por rusos. La realidad fue muy diferente. De entrada, tanto el imperio alemán como Wall Street tuvieron un papel extraordinario en el desarrollo de la revolución. Es más que dudoso que el resultado hubiera sido el que aconteció al final sin esas intervenciones extranjeras. Lenin y Trotsky no hubieran pisado, desde luego, suelo ruso sin ese apoyo directo y consciente. Las metas de esa acción resultaban obvias aunque hayan quedado opacadas por el relato sobre la creación del primer estado socialista.
Alemania esperaba despedazar a Rusia convirtiendo en estados satélites sus regiones periféricas y reduciéndola a potencia de segundo o tercer orden. Para ello, creó prácticamente de la nada un nacionalismo ucraniano escandalosamente minoritario en la convicción de que esa Ucrania independiente y sin precedentes históricos sería un instrumento servil para sus fines. Por su parte, Wall Street esperaba que Trotsky allanaría el camino hacia las riquezas rusas. Sin entrar en detalles, cabe decir que los planes de unos y otros se vieron abortados. Sin embargo, los paralelos con lo sucedido después del desplome de la URSS son demasiado obvios como para pasarlos por alto. La URSS, como el imperio ruso, se vio sometida a un plan de desintegración, alentado por potencias extranjeras, que se ha traducido en el avance de la NATO y la creación de una serie de naciones artificiales que la cercan. El fenómeno de las denominadas “revoluciones de colores” no es, a fin de cuentas, más que un conjunto de intervenciones extranjeras que, respaldando a minorías nacionalistas no pocas veces corruptas, pretenden evitar que Rusia vuelva a alcanzar el grado de gran potencia. Ese fenómeno de desmembramiento se desarrolló en sus inicios en paralelo con un saqueo despiadado de las riquezas naturales acontecido en la época de Yeltsin. Ese episodio terrible que costó la vida a millones de rusos y que ha sido denominado no sin razón “la violación de Rusia” es pasado por alto en Occidente a pesar de que explica por si mismo no sólo la llegada al poder de Vladimir Putin sino también su elevadísimo índice de popularidad. A fin de cuentas, los movimientos revolucionarios que pretenden derribar el estado no arrancan siempre de impulsos populares sino más bien de minorías respaldadas por potencias extranjeras que cuentan con su propia agenda. Es más que posible que acabemos lamentando esas intervenciones de la misma manera que el género humano tuvo que lamentar la acción de los banqueros que apoyaron a Trotsky o la de los agentes del kaiser que respaldaron a Lenin. Como en el caso de la imposición de la dictadura ideológica no da la sensación de que se hayan aprendido lecciones esenciales para defender la libertad. Por el contrario, da la sensación de que no nos hartamos de reincidir en graves errores. No es mal motivo de reflexión porque debemos reconocer que, si bien se piensa, no son pocas las lecciones que podemos extraer a un siglo de distancia de la revolución bolchevique.