Tampoco – es universalmente sabido – se habría producido una nueva guerra mundial aún más devastadora. Lo peor, con todo, es que da la sensación de que no hemos aprendido nada de aquel desastre bautizado por sus contemporáneos como la Gran Guerra. ¿Han aprendido los pequeño-nacionalistas que sus delirantes sueños de grandeza pueden acabar arrastrando a la matanza en masa a naciones reales? No habrán sido, desde luego, los serbios que andan honrando estos días al autor del asesinato de Sarajevo, pero tampoco los que se empeñan en desgajarse de una nación para convertirse en lo que no han sido nunca. ¿Han aprendido las cancillerías a no trocear artificialmente el mapa de Europa en busca de una supuesta estabilidad? Ni por asomo. En estos momentos, tras el fracaso sanguinario de los Balcanes iniciado cuando la Santa Sede y Alemania reconocieron la independencia de Croacia, hay quien se empeña en seguir utilizando a la inventada Ucrania como cabeza de puente contra una Rusia a la que se quiere débil y fácil de expoliar. ¿Han aprendido las sociedades secretas a dejar de comportarse como los aprendices de brujo que fueron en 1914 y luego en 1917? Ni lo más mínimo. Continúan enredando los hilos de las marionetas como si esta vez - ¡esta vez, sí! – se pudiera garantizar el éxito que nunca se obtuvo por completo. ¿Ha aprendido Europa a tener una mirada común en lugar de perseguir metas nacionales que en poco – o incluso en nada – benefician al continente? Basta ver el resultado de las recientes elecciones europeas para darse cuenta de que no es así. ¿Han aprendido los ciudadanos a desechar los radicalismos y las llamadas a la utopía porque sólo han contribuido al derramamiento de sangre y a la destrucción? Vistas las opciones votadas en naciones como España o Grecia diríase que ni de lejos. Es triste tener que reconocerlo, pero no puedo evitar la sensación de que millones de europeos de hoy pasan por alto con desdén necio o ignorancia supina lo que comenzó en 1914, aquel año del que Adenauer afirmaría que tras él Alemania no había llegado a conocer la paz. Que no nos sorprendan, por lo tanto, las consecuencias.