Señalaba igualmente que muchas de esas voces están guiadas por buenas intenciones e impulsadas por los mejores deseos está fuera de discusión. A fin de cuentas, es lógico que ante la visión del horror se confíe, un tanto ingenuamente, en que una intervención armada acabará con el mal e impondrá el bien. Sin embargo, la realidad de esas intervenciones es muy diferente y no puede negarse. Recapitular algunos casos más allá de los expuestos en mi entrega previa resulta indispensable.
En el caso de Europa, el conflicto de la antigua Yugoslavia desembocó en un descuartizamiento de una nación, en una comisión indecible de crímenes, en terribles bombardeos de la NATO y en la creación de la primera nación islámica de Europa. Quizá para Clinton que reconoció que el desmembramiento de Yugoslavia era un ensayo de lo que podía llevarse a cabo con la Federación rusa, el experimento mereciera la pena. Sin embargo, no puede sorprender que algunos no veamos con tan buenos ojos aquella cadena de episodios. Se mire como se mire, las sucesivas guerras de Yugoslavia con una intervención humanitaria de la NATO que incluso sentó un precedente para ir en contra del derecho internacional de los siglos anteriores dista mucho de ser un ejemplo alentador. Si alguien duda de esa afirmación, que reflexione sobre cómo contemplaría el hecho de que su nación fuera objeto desde una intervención desde el exterior; se viera, a continuación, arrasada desde el aire y después, tras sufrir males sin cuento, resultara descuartizada en multitud de países minúsculos de los que uno, por añadidura, fuera la primera república islámica del continente americano. Sin moverse del territorio europeo, hay que reconocer que no mucho mejor es el caso de una Ucrania creada artificialmente donde, por dos veces, se ha impulsado desde el exterior un golpe de estado para entregar el poder a unos nacionalistas que, entre otras peculiaridades, gustan de presentar a las divisiones SS de Ucrania como héroes nacionales.
Si las intervenciones en Europa no son para caer en el entusiasmo, peor todavía ha sido lo acontecido en naciones africanas como Somalia, Sudán o Libia. En todos y cada uno de los casos, la intervención humanitaria ha derivado en guerras civiles que siguen cobrándose un oneroso tributo y en la transformación de esas naciones en estados inviables.
Por lo que se refiere a Oriente, tragedias como las que a día de hoy sufren Afganistán, Iraq, Siria o Yemen nos dicen lo que cabe esperar de intervenciones que, presuntamente, van a mejorar la vida de los habitantes y a traer la libertad. Afganistán, de hecho, se ha convertido en la guerra más prolongada de la Historia de Estados Unidos y no tiene visos de concluir. Iraq y Siria, como Libia, están – no se puede dejar de repetirlo - muchísimo peor que antes de la intervención.
Podría pensarse que semejantes costos estaban bien empleados en la medida en que el mundo fuera más seguro y los intereses de Estados Unidos quedaban mejor protegidos. No parece que sea el caso. Que el globo es más inestable ahora que a inicios de siglo poco puede discutirse. De hecho, la Guerra fría terminó, pero, en contra de lo que algunos anunciaron con prematuro optimismo, el planeta se ha visto aquejado de gravísimas crisis provocadas por la ilusión de creer en un mundo monopolar. Tampoco Estados Unidos ha cosechado los frutos dulces de la victoria. A la prolongación indefinida de conflictos como Irak o Afganistán se suman los inmensos costes de las operaciones. Irak no concluirá – cuando concluya – con un gasto inferior a los tres trillones de dólares. De hecho, el coste de la guerra hasta 2010 hubiera bastado para pagar la sanidad de todos los habitantes de Estados Unidos durante medio siglo. Quizá en lugar de proponer, como hacen algunos políticos, recortar el gasto de la sanidad, sería más adecuado a los intereses del pueblo americano el recortar intervenciones militares, puede que humanitarias, pero sin conclusión a la vista y sin éxito previsible salvo que se entienda como tal derribar a un dictador y asistir a la extensión del caos.
Nadie discute las buenas intenciones de muchos de los que propugna las intervenciones humanitarias, pero la terrible realidad es que de los diez países con mayor carencia de paz en el globo, nueve derivan su situación de una intervención exterior impulsada por Estados Unidos supuestamente para traer la democracia y la paz y sus condiciones actuales son considerablemente peores que antes de la intervención. Es posible que alguna de las naciones sobre la que se dirigen los deseos de intervención pudiera verse realmente beneficiada sin sufrir, como suele suceder siempre, un baño de sangre, atroces violaciones de los derechos humanos más elementales, una más que cruenta guerra civil, la dilatación indefinida del conflicto, una prolongada ocupación extranjera e incluso el desmembramiento nacional. A fin de cuentas, ¿qué clase de persona desearía ver repetido el drama de Libia y de Afganistán, de Siria y de Irak, de Yugoslavia y Sudán en el suelo que lo vio nacer? A fin de cuentas también, ¿qué clase de persona puede respaldar que Estados Unidos siga aumentando su déficit y su deuda, derramando su sangre y dañando su prestigio en conflictos que no sólo no resuelven ningún problema sino que además, en realidad, lo perjudican? De no existir una más que fundamentada seguridad de rotundo éxito, no estaría de más que a nuestros deseos de mejores tiempos para esos países se unieran también los de un análisis frío, racional y sensato, el análisis que pueda determinar si una nueva intervención por razones humanitarias no puede acabar siendo un remedio peor que la enfermedad.