Otra de las consecuencias de que España se quedara en el campo de la Contrarreforma fue que, al igual que naciones como España, Portugal o Italia, millones de sus ciudadanos acabaron sosteniendo una visión paternalista de la política que, lamentablemente, se mantiene hasta hoy en día causando unos daños de incalculable magnitud.
Ya dejó establecido Pablo que “el que no quiera trabajar que tampoco coma” (2 Tesalonicenses 3: 10), pero, como vimos en una entrega anterior, sus apostólicas enseñanzas quedaron sepultadas en una cosmovisión que tenía una visión del trabajo no precisamente positiva. A ese mal – del que se vieron libres con una rapidez extraordinaria las naciones en las que triunfó la Reforma protestante del s. XVI – se sumó otro de no poca envergadura que fue el asistencialismo generado durante la Edad Media.
Ciertamente, el cristianismo intentó durante sus primeros siglos atender a los enfermos, a las viudas y a los huérfanos, pero, en contra de lo que han afirmado algunos, no se convirtió en un welfare state avant la lettre dedicado a alimentar a los indigentes. Semejante novedad apareció ya en el Medioevo muy vinculada a circunstancias de todo tipo como la acumulación – no pocas veces escandalosa – de bienes materiales por parte de la iglesia católica; la necesidad de mantener a sectores levantiscos en una holganza mal alimentada, pero alimentada a fin de cuentas y, por ello, pacificada, y la visión de la iglesia como una madre que, lógicamente, nutre a sus hijos. Sin duda, la manera en que semejante visión se fue fraguando a lo largo de los siglos también tuvo aspectos positivos. Sin duda, miles de personas se entregaron de manera noble y desinteresada a servir al prójimo. Sin duda, también miles de indigentes recibieron socorro para su hambre. Sin embargo, el resultado final fue el de una mentalidad que veía como lógica – obligada, a decir verdad – la asistencia de los indigentes por la Santa Madre Iglesia y que, por otro lado, permitía orillar la justicia – por ejemplo, en materia impositiva – en el fondo de las ollas de la sopa boba conventual.
Semejante visión quebró de manera irreversible en la Europa donde triunfó la Reforma. Retomando el principio paulino de que para comer hay que trabajar, entre las primeras disposiciones adoptadas por los reformados estuvo la de crear talleres donde pudieran trabajar los desempleados, pero evitó, de manera consciente y perseverante, que se les entregara algo por nada. En otras palabras, los reformadores veían bien que se ayudara a los parados, pero aborrecían la idea de que esa ayuda al ser asistencial terminara convirtiéndolos – como en efecto sucedía - en parásitos o en personas acostumbradas a depender de los demás. Al respecto, no deja de ser significativo cómo las primeras leyes sociales de la Edad contemporánea fueron aprobadas en naciones protestantes, pero siempre evitando el elemento asistencial. Lord Shaftesbury, un convencido protestante británico, se ocupó de que se mejoraran las condiciones de trabajo de mujeres y menores, pero se mantuvo distante de la idea asistencial. Lo mismo puede decirse de las primeras normas en favor de las viudas y de los accidentados en el trabajo que promulgó el canciller Bismarck y que exigían una responsabilidad de los obreros en su propio futuro.
Hasta qué punto la mentalidad asistencialista acaba siendo un desastre al fin y a la postre puede verse, por ejemplo, en el juicio que sobre ella tenía alguien tan peculiar como Gandhi. El activista indio – que tuvo su etapa de conocimiento del protestantismo en los años de Inglaterra – vio con enorme prevención el sistema asistencialista. Aceptaba que mucha gente noble se dedicaba a mantenerlo en funcionamiento, pero, al final, en su opinión, el efecto que ese sistema tenía sobre los que lo recibían era nefasto. Era mucho mejor, a juicio de Gandhi, que trabajaran por humilde que fuera la ocupación y aprendieran a administrar sus bienes con austeridad. Calvino y los teólogos puritanos no lo habrían expresado mejor.
En España, el mantenimiento de la visión maternalista de la Edad Media llegó a un punto de casi estallido durante la Contrarreforma. Leyendo a los autores de la época, causa sorpresa y sobrecogimiento descubrir la cantidad de gente que vivía de la sopa de los conventos. ¡Eso en el primer imperio de la época que además contaba con la posibilidad de emigrar en busca de fortuna y a donde llegaban inmigrantes de otras naciones de Europa! La situación no concluyó con los aciagos Austrias sino que prosiguió con los Borbones. En pleno siglo XVIII, llegó a haber poblaciones donde el ochenta por ciento de sus habitantes vivían de la asistencia eclesial. ¡Eso en paralelo con el traslado de trabajadores alemanes a España para colonizar zonas de la Península!
Como no podía ser menos, la izquierda española – retrato en negativo de la Iglesia católica – también adoptó esa misma visión paternalista aunque, obviamente, sustituyó a la maternal Iglesia por el paternal estado controlado por sus huestes. Así, entre una izquierda estatalista y una derecha rezumante de doctrina social católica, España fue dando tumbos en un ambiente nada proclive ni a la libertad ni a la madurez de los ciudadanos. Por el contrario, en la mente y el corazón fue entrando, generación tras generación, la idea de que la vida ideal era aquella en que se contaba con una estabilidad económica sustentada directamente en la acción del Estado. La libertad, por supuesto, quedaba en situación bastante desairada, algo que, por otro lado, no causaba especial sufrimiento ni a la izquierda ni a los obispos convencidos en ambos casos de que el pueblo está mejor cuando lo guían que cuando asume las riendas de su destino. Al respecto, basta recordar la letra de la canción de la Transición Libertad sin ira para recordar que el gran programa político expuesto en ella era “su pan, su hembra y la fiesta en paz”. Desde luego, era lo que había ofrecido durante siglos la iglesia católica – además con la particularidad de que la hembra era para toda la vida – y lo que iba a ofrecer la izquierda, eso sí, con mayor variedad en el terreno sexual. Por su parte, la derecha no se resistiría mucho a ese programa o por convicción o por temor.
El resultado es que todavía a día de hoy, son millones los españoles que esperan que papá estado les solucione sus problemas porque así debe ser. Los resultados de esa mentalidad son tan nefastos que no daría tiempo a enumerarlos en el reducido espacio de esta entrega. Entre ellos se encuentran nuestra disparatada legislación laboral heredada directamente de un franquismo empapado de la doctrina social católica y mantenida por los sindicatos de izquierdas; el PER andaluz; los denominados “salarios sociales” y tantos y tantos dispendios que permiten vivir sin trabajar, eso sí a costa de los que trabajan y crean riqueza. Que haya gente que, avisada de que va a perder un empleo, prefiera antes que comenzar inmediatamente a trabajar en otro cobrar la indemnización y sumarla al subsidio del desempleo para disfrutar de unas vacaciones dice mucho de la mentalidad que impera en España. Conozco más de un caso al respecto y sé muy bien de lo que hablo como, sin duda, sabrán no pocos de los lectores.
Ni que decir tiene que abandonar esa mentalidad resulta imperioso. Millones de españoles tienen que crecer, madurar y “marcharse de casa” para ganarse el pan sin esperar que se lo proporcione la Santa Madre Iglesia o papá estado. Millones de españoles deben aprender a enfrentarse con la vida a pecho descubierto y sin muletas. Millones de españoles deben darse cuenta de que la libertad es un bien extraordinariamente importante y, desde luego, más esencial que tener la fiesta en paz. Sin ese cambio de mentalidad, por el contrario, estaremos siempre en manos de los que ofrezcan más aunque sea algo previamente sacado de nuestros bolsillos. Con todo, ese cambio, con ser indispensable, continúa siendo insuficiente.
CONTINUARÁ