No podía ser de otra manera dado el reguero de fuego y destrucción que desencadenaron a su entrada en la Rusia medieval. Si España se forjaría en la lucha contra una invasión islámica que aniquiló el reino visigodo y que se mantendría durante casi ocho siglos, Rusia adquiriría su temple nacional en el enfrentamiento con los tártaros. He repetido vez tras vez que España y Rusia se parecen entre si mucho más que la mayoría de las naciones europeas. Por regla general, los españoles que me han escuchado afirmarlo me miran convencidos de mi desvarío mientras que los rusos lo comprenden a la perfección. Creo que no me equivoco un ápice. Lo que para España fue la invasión islámica, para Rusia, lo fue la mogola. En 1223 – el año siguiente al enfrentamiento en las Navas de Tolosa entre los reinos hispanos y los invasores islámicos – los tártaros aplastaron a las fuerzas de una Rusia que tenía como reveladora capital a Kíev, la actual capital de esa nación artificial que llaman Ucrania. Los tártaros se retiraron entonces a causa de una crisis interna, pero en 1237 regresaron y lo hicieron con mayor ímpetu. Desde 1240, toda Rusia quedaría sometida a los tártaros de la denominada Horda de oro. Los episodios de la barbarie mogola, como el apuñalamiento del príncipe Mijaíl de Chernigov porque se negó a postrarse ante las tablillas de Genghis Jan, se convertirían en hitos nacionales. Durante décadas, los rusos sobrevivieron en el interior de los bosques aferrados a una visión ortodoxa de la existencia que tan bien se refleja en la película Andrei Rubliov o en mi novela El yugo de los tártaros, por cierto, descatalogada hace tiempo.
En 1380, los rusos lograron vencer a los tártaros en Kulikovo, una batalla de enorme resonancia porque debilitó el poder directo de los tártaros y permitió que los rusos fueran meros tributarios. Con todo, la independencia total no llegó hasta 1480 – doce años antes del final de la Reconquista española – consagrando la relevancia política y religiosa de Moscú, ya convertido en la Tercera Roma. La huella que los tártaros dejaron en el alma rusa no fue escasa. Por ejemplo, si hasta la invasión la pena de muerte sólo se aplicaba a los siervos, a partir del dominio mogol se extendió a todo tipo de personas por un número mayor de motivos. Con todo, la expulsión de los mogoles no significó el final de la presencia tártara en Rusia o en otros territorios de la Europa del Este. Fusionados con pueblos de ascendencia turca, relacionados étnicamente con los búlgaros, los tártaros siguieron formando parte de la Historia de Rusia.
Los tártaros del Volga, por ejemplo, siguieron combatiendo contra los rusos lo que se tradujo en su deportación como prisioneros a lugares como Lituania. Así, se fueron rusificando durante los siglos siguientes hasta tener el ruso como primera lengua ya en el siglo XIX. Los tártaros de Crimea, por su parte se convirtieron en una nación islámica en el curso de la Edad moderna – el famoso kanato de Crimea – constituyendo uno de los grandes poderes de Europa oriental no por desconocido en la España actual menos relevante. Regidos por la estirpe de Haci I Giray, un descendiente de Genghis Jan, representaron una amenaza para Rusia que, en las fuentes, aparece a la altura de los agresivos polacos. En el siglo XVII, los tártaros de Crimea formaban parte de las tropas más selectas del imperio otomano, una circunstancia que se recuerda en novelas comoTaras Bulba, donde los cosacos, al servicio de la Santa Rusia, combaten incansablemente contra ellos. Ahora no se puede recordar al viejo Bulba porque los cosacos han pasado a convertirse en ucranianos que nada tienen que ver con Rusia. Durante el siglo XVIII, otomanos y tártaros retrocedieron ante el notable avance de una Rusia que se convertía en gran potencia europea y comenzaba a cobrarse facturas pendientes con naciones agresoras del pasado como Polonia.
Crimea fue incorporada a Rusia que mantuvo la población tártara respetando su religión e incluso costumbres como la poligamia que duraría hasta 1917. La huella tártara se mantuvo en el interior de Rusia durante siglos – basta observar con cuidado a Lenin para descubrir su ascendencia mogola – sin especiales tensiones. La revolución de Octubre alteró su status. Como sucedió con todas las nacionalidades, se insistió en otorgarles un carácter autónomo y en respetar sus peculiaridades – a diferencia, por ejemplo, de lo que había hecho la revolución en Francia – pero, en paralelo, se reprimió despiadadamente cualquier disidencia. Como rusos, bielorrusos o ucranianos, los tártaros fueron enviados al GULAG en lo que Solzhenitsyn denominó riadas. En su caso, se unía además el temor a que pudieran aliarse con Hitler. Así sucedió. Al igual que los nacionalistas ucranianos colaboraron con entusiasmo en el Holocausto y formaron una División de las SS, los musulmanes de la URSS – tártaros incluidos – no dudaron en alistarse bajo la bandera de la esvástica. Las grandes derrotas alemanas impidieron la constitución de más unidades musulmanas, pero, curiosamente, ya durante la Guerra fría serían antiguos nazis los que recomendarían su uso a distintos oficiales norteamericanos. Se iniciaba así una colaboración que daría frutos cuya repercusión aún es obvia y es que Estados Unidos adolece no pocas veces de una política de seguridad de regate corto.
El colapso de la URSS lanzaría a los tártaros en todas las direcciones. Durante la guerra civil rusa, muchos habían emigrado a Turquía y China. Otros habían emigrado tiempo atrás al otro lado del Atlántico como fue el caso de la familia del actor Charles Bronson. A finales del siglo XX, muchos prefirieron establecerse en Moscú o San Petersburgo. No faltaron los que vieron con estupor como pasaban a formar parte de Ucrania. Venidos, según los rusos medievales, del infierno. Su futuro es un enigma y ¿quién puede decir que, en algún momento, no regresarán al infierno?.