Porque Azaña no fue un avanzado sino que llegaba a la Historia de España con retraso. Su visión de la separación de la iglesia y el estado; de la reforma agraria; de las fuerzas armadas era puramente decimonónica, cargada de un anticleralismo propio de algunos liberales hispanos e inficionada por un sectarismo no pocas veces carente de sentido práctico. Se puede argumentar que en una Francia que había experimentado la revolución su programa habría encontrado menos resistencias y más éxitos. Es cierto, pero la España de los años treinta era la que era y esa circunstancia explica tanto el fracaso de sus reformas en el primer bienio de la II República como sus intentos para que Alcalá-Zamora no permitiera a las derechas llegar al poder tras su victoria electoral en 1933. La república sólo podía ser como él la había concebido, pero, precisamente por querer defenderla, la privó de la posibilidad de ser aceptada por todos; le extirpó el carácter democrático que podía haber tenido con normas como la Ley de Defensa de la República y la vinculó a una izquierda que no era democrática y en la que, por añadidura, él tampoco creía. Él, que insistió en que no era socialista y en que los que lo aclamaban en las izquierdas, no captaban que era un burgués, fue uno de los artífices del Frente popular que llegó al poder en febrero de 1936. Las consecuencias fueron dramáticas. La “primavera trágica” de 1936 acabó provocando una reacción armada y Azaña se vio convertido en un presidente de la república meramente simbólico. Captó desde el principio que el gobierno republicano derivaría hacia una dictadura de izquierdas; que los nacionalismos – especialmente el catalán – serían letales para el esfuerzo de guerra; que Franco no implantaría un régimen fascista sino otro conservador y clerical que acabaría con las ansias de modernización de la república, y que la esperanza de España descansaría en otras generaciones venideras que hicieran realidad la consigna de “Paz, piedad y perdón”. Pocos relatos de lo que fue la guerra civil superaría en dolor y veracidad a su Velada de Benicarló, pero para entonces la contienda fratricida ya estaba irremisiblemente perdida. Sus intenciones de regeneración habían sido serias, pero el camino elegido para convertirlas en realidad contribuyó no poco a enrarecer una tensa situación política. Implacable con sus adversarios, toleró lo intolerable en sus aliados que no dudaron en abandonarlo como a un juguete roto. Moriría en el exilio con el corazón destrozado y víctima de una España que lo había convertido en el paradigma de lo odioso y otra que lo había despreciado por lo que consideraba despreciablemente tibio.
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