Seguramente, era más un hombre desengañado que había llegado a la conclusión de que España no podría salir adelante sin abrazar un régimen republicano. Esa circunstancia explicaría por qué siendo conservador y católico se sumó a todas las conspiraciones para derrocar a Alfonso XIII. A decir verdad, el desastre del alzamiento militar de Jaca – una conspiración de opereta que acabó en ejecuciones – dejó de manifiesto que el respaldo popular para poner fin a la monarquía era, como mínimo, escaso. Sin embargo, Alcalá-Zamora supo captar la debilidad de Alfonso XIII tras las elecciones municipales de abril de 1931 – unas elecciones que ganaron de calle los monárquicos aunque no en las capitales de provincias - y no le costó convencerle, alegando la posibilidad de tumultos, de que abandonara España. Convertido en presidente de la república, Alcalá-Zamora captó desde el principio que el tratamiento de la cuestión religiosa – en realidad, de la separación del estado y la iglesia católica – se había abordado de manera torpe e incluso injusta y no se le escapó que la configuración del legislativo sería un semillero de conflictos que abocarían a la guerra civil. A pesar de todo, siguió respaldando los deseos de las izquierdas en formas que obligan a cuestionar que cumpliera adecuadamente con su función presidencial. Así, cuando la CEDA se convirtió en la primera fuerza parlamentaria en 1933, se negó a encargarle la tarea de formar gobierno como si tal hecho no debiera derivar del respaldo en las urnas sino de haber pertenecido al grupo inicial de conspiradores republicanos. Igualmente, cuando en 1936, el Frente popular llegó al poder Alcalá-Zamora supo – y dejó escrito – que la victoria se debía al fraude electoral, pero calló y consintió siquiera tácitamente que se apoderara del gobierno. Fue de los primeros en pagar la victoria de las izquierdas. El Frente popular apeló a un tecnicismo que le había favorecido para lograr que Alcalá-Zamora fuera depuesto como presidente de la república. Durante semanas, el antiguo presidente contempló cómo la revolución se apoderaba de las calles y las milicias de los distintos partidos se entregaban al pistolerismo. El general Queipo de Llano, uno de los implicados en la conspiración de julio de 1936, le advirtió como pariente suyo que era que debería ausentarse de España. Alcalá-Zamora le escuchó y salió de vacaciones apenas unos días antes de que estallara la guerra. Desde el exilio, describió las razones del drama con acierto, pero nunca explicó por qué no había hecho nada positivo para impedirlo. Así, fallecería en el exilio aborrecido por vencedores y vencidos. Su pecado había sido convertir la república en imposible.
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