Denominado con toda justicia el “emperador filósofo”, llama la atención que su obra cumbre – Meditaciones o, mejor aún, Soliloquios – fuera redactada - ¡en un griego exquisito! – en medio del fragor de la lucha en el limes. Porque el principado de Marco Aurelio no fue en absoluto fácil. En Asia, tuvo que enfrentarse a un imperio parto especialmente agresivo y en Europa, se vio obligado a contener a los bárbaros que presionaban sobre las fronteras de las Galias y a lo largo del Danubio. Entristecido por su consciencia de mortalidad, tan hermosa y dolidamente expresada en los Soliloquios, Marco Aurelio no pudo dejar de sentir una cierta repulsión hacia los cristianos que estaban tan dispuestos a dar su vida por la fe que profesaban. Sin embargo, en la segunda parte de su reinado, se volvió más tolerante hacia ellos. Quizá la razón fue que la denominadaLegio fulminata, formada por no pocos cristianos, tuvo un papel esencial en detener a los bárbaros. Traté ese tema en uno de mis libros premiados – El fuego del cielo – y confieso que no ha dejado de subyugarme. ¿Se reconcilió Marco Aurelio, siquiera en parte, con aquellos súbditos del imperio que sí creían en la inmortalidad? Continúa siendo un enigma. Empapado de amor por la cultura helénica – se dejó la barba típica del filósofo - Marco Aurelio intentó unir, tarea nada fácil, el pragmatismo deseable en un gobernante con una moralidad tomada directamente del estoicismo. Es difícil saber si llegó a conseguirlo. De lo que caben menos dudas es de que, tras su muerte, el imperio, regido por cabezas menos sabias, comenzó a cuartearse en un proceso de decadencia que se extendería por siglos.
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