Había muerto ya Franco y el régimen iba a comenzar su desguace en unos meses, pero entonces cargaron contra Solzhenitsyn de manera despiadada todos aquellos que soñaban con implantar el comunismo en España. Incluso algún intelectual orgánico del totalitarismo llegó a escribir que el GULAG, el terrible sistema de campos de concentración creado por Lenin y copiado por Hitler, se justificaba para encerrar a gente como Solzhenitsyn. Decía la verdad. Ese océano de horror se había sustentado desde el principio en el deseo desmedido de aniquilar a los disidentes reales o supuestos. En aquel año de 1976, yo era un voluntarioso estudiante de ruso y lo era, en importante proporción, impulsado por el deseo de leer a Solzhenitsyn en su lengua original. Mi profesora – que no era mala, pero que exudaba un sovietismo espantoso – llegó a clase el día después de la entrevista hecha un verdadero basilisco. Yo defendí al escritor ardorosamente porque lo admiraba desde tiempo atrás. Había comenzado a leerlo en la infancia, antes de que concluyeran los años sesenta, y me alegré cuando le otorgaron el Premio Nobel como si fuera cosa propia. Con el paso del tiempo, mi identificación con el escritor ruso no dejó de crecer. Incluso vertí al español su libro El colapso de Rusia, uno de mis trabajos de traducción del que me siento más orgulloso y cuya descatalogación hace años lamento porque es un faro de lo que podría suceder en España en cualquier momento. Solzhenitsyn fue héroe de guerra, prisionero en el GULAG en el denominado primer círculo - ¿para cuándo la proyección de esa serie en alguna cadena de televisión española? – y escritor extraordinario que analizaba la realidad desde una perspectiva profundamente cristiana, la nacida de su conversión en el cautiverio del GULAG. Maníacamente odiado por las izquierdas ya que su obra era irrefutable, también provocó la desconfianza de no pocos que vieron con horror cómo el escritor fustigaba los fallos de un Occidente que caía en la ordinariez, la falta de sensibilidad espiritual y el desprecio hacia la cultura. Como todos aquellos que arrojan verdadera luz entre sus contemporáneos, desconcertaba, irritaba y provocaba adhesiones. Para mi sigue siendo un maestro.