La primera gran serie de parábolas de Jesús está relacionada con la predicación del Reino y con la decisión imperiosa que hay que tomar para entrar en él. Precisamente porque el final de la Historia está ya escrito por Dios – aunque los hombres no alcancen a verlo – tomar la decisión de entrar en el Reino resultaba de una importancia esencial. El que escuchara esa predicación tenía tanta suerte como un hombre que, de manera accidental, descubría un tesoro enterrado en un campo o era tan afortunado como el comerciante que se encontraba con la perla más valiosa de toda su carrera:
Además, el reino de los cielos es semejante al tesoro escondido en el campo, que cuando es descubierto por un hombre, éste lo oculta, y lleno de alegría, va, y vende todo lo que tiene, y compra aquel campo. También el reino de los cielos es semejante al comerciante que va a la busca de buenas perlas y, tras encontrar, una perla de valor extraordinario, fue y vendió todo lo que tenía, y la compró.
(Mateo 13, 44-6)
El Reino de Dios es un bien tan extraordinario que merece la pena dejar todo para entrar en él. Resulta inesperado para muchos, pero responde a los sueños y deseos acariciados tantas veces y, por ello, la ocasión debe ser aprovechada. Lo normal, lo lógico, lo sensato en esos casos era cambiar todo lo que se tenía para poder comprar el campo del tesoro o la perla de valor extraordinario. De la misma manera, cualquiera que escuchara el Evangelio debía apartar cualquier obstáculo para abrazarlo. Si alguien actuaba así, cuando Dios, al final de la Historia, separara a los salvos de los condenados de la misma manera que un pescador selecciona las capturas de su red (Mateo 13, 47-50), se encontraría en el lugar ideal.
Sin embargo, a pesar de lo maravilloso, de lo extraordinario, de lo incomparable del Reino, hay gente que lo rechaza, una situación que debió provocar una serie de preguntas – y de problemas – en los seguidores de Jesús. ¿Por qué, por ejemplo, no todo el mundo estaba dispuesto a escuchar la predicación de Buenas noticias que proclamaba Jesús? ¿Por qué algunos que parecían escuchar inicialmente de buena gana luego se apartaban? ¿Existía, en realidad, esperanza de que todo aquel esfuerzo germinara? Las respuestas ofrecidas por Jesús en sus meshalim eran, a la vez, positivas y realistas. Ciertamente, el Reino de Dios era ocasión de gozo y alegría como una boda o un banquete, pero no podía negarse que algunos rechazaban esa posibilidad:
Y oyendo esto uno de los que estaban reclinados con él a la mesa, le dijo: Bienaventurado el que comerá pan en el reino de los cielos. El (Jesús) entonces le dijo: Un hombre hizo una grande cena, e invito a muchos. Y cuando llegó el momento de la cena envió a su siervo a decir a los invitados: “Venid, que ya está todo preparado”. Y comenzaron todos a una a excusarse. El primero le dijo: “He comprado una hacienda, y necesito salir y verla; te ruego que me des por disculpado”. Y otro dijo: “He comprado cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlas. Te ruego que me des por disculpado”. Y otro dijo: “Acabo de casarme, y por tanto no puedo ir”. Y, cuando regresó el siervo, hizo saber estas cosas a su señor. Entonces enojado el padre de la familia, dijo a su siervo: “Ve inmediatamente por las plazas y por las calles de la ciudad, y mete aquí a los pobres, a los mancos, y a cojos, y a ciegos”. Y dijo el siervo: “Señor, se ha hecho como mandaste, y aun hay sitio”. Y dijo el señor al siervo: “Ve por los caminos y por los vallados, y haz que entren para que se llene mi casa. Porque os digo que ninguno de aquellos a los que se llamó, probará mi cena”.
(Lucas 14, 15-24)
La respuesta de Jesús era clara. Desgraciadamente, habría muchos de aquellos a los que, originalmente, estaba destinado el Reino que lo rechazarían. Sin embargo, incluso en esa circunstancia se contemplaría el amor de Dios porque gente que nadie habría pensado que podría entrar en el Reino, disfrutaría de él.
La realidad es que no todos estaban dispuestos a escuchar. La predicación del Reino era semejante a un sembrador que arroja la semilla a la espera de obtener fruto (Marcos 4, 3-25; Mateo 13, 3-23; Lucas 8, 5-18). Una parte se perdía por la acción del Diablo que arrancaba la predicación de los corazones; otra se malograba a consecuencia de la oposición que encontraba en su entorno; aún otra porción se echaba a perder como resultado de la ansiedad causada por los afanes y las preocupaciones de este mundo, pero aún así siempre quedaba un resto que la albergaba en su corazón y acababa dando fruto. Por supuesto, el Diablo se las arreglaba para intentar anular la labor de la siembra de la misma manera que el enemigo de un agricultor introducía cizaña en los sembrados de éste (Mateo 13, 24-30). Sin embargo, el resultado final de aquel enfrentamiento sería el triunfo del Reino de Dios. Al final de los tiempos, cuando se manifestara el Hijo del Hombre, la cizaña – una cizaña que no siempre es fácil de distinguir del trigo - sería apartada y arrojada al fuego y se podría ver que el Reino se había ido extendiendo de manera prodigiosa, tan prodigiosa como la diminuta semilla de mostaza que se convierte en un árbol (Mateo 13, 31-32; Marcos 4, 30-32) o como el pellizco de levadura que termina por fermentar toda la masa (Marcos 4, 33-34; Mateo 13, 33-35). Y es que, de una manera que sólo Dios entiende, la semilla crece por si sola (Marcos 4, 26-29) y el triunfo final del Reino está más que asegurado no por los esfuerzos humanos, sino por la acción directa, oculta y no pocas veces incomprensible del mismo Dios.
Para entrar en el Reino – y aquí entraríamos en un tercer tipo de parábolas – se requería, fundamentalmente, la humildad de reconocer cuál era la verdadera situación del ser humano y la rapidez para responder ante esa realidad innegable. El género humano, en general, y cada persona, en particular, es semejante a una oveja perdida que no es capaz de regresar al redil (Lucas 15, 1-7), a una moneda que se ha caído del bolsillo de su dueña (Lucas 15, 8-10) y, por supuesto, no puede volver a ella o a un hijo insolente e incapaz que desperdicia la fortuna de su padre para verse reducido a una suerte tan odiosa para un judío como la de tener que dar de comer a los cerdos (Lucas 15, 11-32). Es ésta, posiblemente, la parábola más hermosa de Jesús:
Muy posiblemente, la manera en que esta visión peculiar del mundo quedó expresada con mayor claridad fue en la parábola más hermosa y conmovedora de Jesús, la del Hijo pródigo :
Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; así que les repartió los bienes. No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se marchó lejos a una provincia apartada; y allí dilapidó sus bienes viviendo perdidamente. Y cuando hubo derrochado todo, sobrevino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a pasar necesidad. Y fue y se arrimó a uno de los habitantes de aquella tierra, que lo envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen pan de sobra, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y se conmovió, y echó a correr, y se le echó al cuello, y le besó. Y el hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus siervos: “Traed el mejor vestido, y vestidle; y ponedle un anillo en la mano, y calzado en los pies. Y traed el becerro cebado y matadlo, y comamos y hagamos una fiesta; porque este hijo mío estaba muerto, y ha vuelto a la vida; se había perdido, y ha sido hallado”. Y comenzaron a entregarse a la alegría. Y su hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino, y estaba cerca de la casa, escuchó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. El le dijo: “Tu hermano ha venido; y tu padre ha ordenado sacrificar el becerro cebado, por haberlo recobrado sano y salvo”. Entonces se encolerizó, y no quería entrar. Salió, por tanto, su padre, y empezó a suplicarle que entrara, pero él le respondió: “Así que llevo sirviéndote tantos años y nunca te he desobedecido y jamás me has dado ni un cabrito para divertirme con mis amigos. Pero cuando apareció este hijo tuyo, que ha consumido tus bienes con rameras, has ordenado que sacrifiquen en su honor el becerro cebado. Pero él le dijo: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo, pero era necesario celebrar un banquete y alegrarnos, porque tu hermano estaba muerto, y ha vuelto a la vida; se había perdido, y ha sido hallado.
(Lucas 15, 11-32)
Nadie es capaz de salvarse por sus propios méritos – como dejan de manifiesto las situaciones desesperadas e impotentes de la oveja, la moneda o el hijo extraviado – pero Dios ha enviado a Su Hijo a encontrar a toda esa gente.
La respuesta a esa llamada ha de ser tan rápida como la de un administrador ladrón que, al saber que lo van a despedir, se apresura a buscarse nuevos amigos y no quedarse a la intemperie (Lucas 16, 1-8) y, sobre todo, tan humilde como la de aquel que reconoce que su salvación no puede venir nunca de sus propios méritos – ésa, en realidad, es la garantía de no obtener nunca salvación – sino de la misericordia amorosa de Dios. A ese respecto, una de las parábolas de Jesús resulta de especial claridad:
Dijo también a unos que confiaban en que eran justos, y menospreciaban a los demás, esta parábola: “Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, en pie, oraba consigo mismo de esta manera: “Dios, te doy gracias, por que no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que poseo”. Sin embargo, el publicano, situado lejos, no quería ni siquiera alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “Dios, sé propicio a mí pecador”. Os digo que éste descendió a su casa justificado mientras que el otro, no; porque cualquiera que se ensalza, será humillado; y el que se humilla, será ensalzado.
(Lucas 18, 9-14)
No sorprende que a continuación de esta parábola, el autor del tercer evangelio incluya el relato de Jesús ordenando a sus discípulos que permitieran a los niños acercarse a él porque el Reino ha de ser recibido con el corazón – sencillo, alegre, confiado y consciente de que todo es un regalo maravilloso – de un niño (Lucas 18, 15-17).
La enseñanza de Jesús, expresada en parábolas, difícilmente hubiera podido ser más clara. El género humano, sin excepción, estaba perdido de manera tan irremisible que nada podía hacer para salir por sus propios medios de esa situación. Sin embargo, ahora Dios había enviado a Jesús para sacarlos de esa situación y estaba abriendo la posibilidad de entrar en el Reino. Se trataba de una oportunidad extraordinaria como la del pobre y agobiado campesino que un día descubría un tesoro en el terreno que arrendaba o como la de un comerciante que, al fin y a la postre, da con la oportunidad de su vida. Ante ella, lo único sensato era moverse con rapidez y aceptar humildemente un ofrecimiento no merecido, pero lleno de bendiciones.