Durante los primeros meses del año 27 d. de C., Jesús fue reuniendo en torno suyo a un pequeño número de talmidim, de discípulos. Es precisamente la fuente joanea la que nos ha proporcionado algunos de los datos más interesantes al respecto. Por ella sabemos que algunos de los discípulos de Juan – Andrés, Simón, Felipe y Natanael – se adhirieron a Jesús en Betania, al otro lado del Jordán (Juan 1, 35-51) y es muy posible que fueran estos mismos cuatro los que lo acompañaron junto a su madre a unas bodas celebradas en Caná de Galilea (Juan 2, 1-11). Con ellos descendió Jesús a Jerusalén en la Pascua del año 27 d. de C., e incluso mantuvo una entrevista con un maestro fariseo llamado Nicodemo al que se refiere el Talmud (Juan 2, 23-3, 21) como Naqdemón. Este Naqdemón, hijo de Gorión, era senador en Jerusalén y uno de los tres nobles más acaudalados de la ciudad. Su ketubá o contrato de matrimonio fue firmado por el rabino Yohanán ben Zakkai, un discípulo de Hil.lel[1] Durante la guerra judía contra Roma (66-73 d. de C.), los zelotes quemaron sus graneros[2], pero no sabemos a ciencia cierta qué fue de él.
Precisamente, el episodio del encuentro de Jesús con Nicodemo constituye un ejemplo claro de lo que implicaba la predicación de Jesús y hasta qué punto se hallaba profundamente imbricada en el judaísmo.
“Y había un hombre de los fariseos que se llamaba Nicodemo, príncipe de los judíos. Este vino a Jesús de noche, y le dijo: Rabbí, sabemos que has venido de Dios por maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no estuviera Dios con él. Respondió Jesús, y le dijo: De cierto, de cierto te digo, que el que no nazca de nuevo, no puede ver el reino de Dios. Le dijo Nicodemo: ¿Cómo puede el hombre nacer siendo viejo? ¿puede entrar de nuevo en el vientre de su madre, y nacer? Respondió Jesús: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te haya dicho: Os es necesario nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere sopla, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene, ni a dónde va. Así es todo aquel que ha nacido del Espíritu. Respondió Nicodemo, y le dijo: ¿Cómo puede llegar a ser eso? Respondió Jesús, y le dijo: ¿Tú eres el maestro de Israel, y no lo sabes? De cierto, de cierto te digo, que lo que sabemos hablamos, y de lo que hemos visto, damos testimonio y no recibís nuestro testimonio. Si os he dicho cosas terrenales, y no las creéis, ¿cómo podríais creer si os dijera las celestiales?
(Juan 3, 1-12)
El texto precedente – referido a nacer del agua y del Espíritu – ha sido señalado en repetidas ocasiones como una referencia de Jesús al bautismo como sacramento regenerador. Semejante interpretación resulta absolutamente imposible y denota fundamentalmente la triste ignorancia de algunos exégetas en relación con el trasfondo judío de Jesús. Jesús nunca hubiera podido señalar que era sorprendente que el maestro de la Torah, Nicodemo, no entendiera unas palabras supuestamente referidas a un dogma católico posterior. Por el contrario, sí podía subrayar que Nicodemo estaba obligado a identificar el origen de las palabras de Jesús ya que no iban referidas a un sacramento como el bautismo – desconocido para los judíos – sino al cumplimiento de una de las profecías contenidas en el libro del profeta Ezequiel. El texto resulta enormemente interesante porque, en primer lugar, describe por qué el juicio de Dios se había desencadenado sobre Israel enviándolo al destierro de Babilonia. La razón había sido, sustancialmente, que los judíos habían derramado sangre y que además habían procedido a rendir culto a las imágenes, extremos ambos que chocaban con la Torah y que implicaban una profanación del nombre de Dios:
Y vino a mí palabra de YHVH, diciendo: Hijo del hombre, mientras moraba en su tierra la casa de Israel, la contaminaron con sus caminos y con sus obras. Como inmundicia de mujer que tiene la menstruación resultó su camino delante de mí. Y derramé mi ira sobre ellos por las sangres que derramaron sobre la tierra; porque con sus imágenes la contaminaron. Y los esparcí entre los gentiles, y fueron aventados por las tierras. Los juzgué de acuerdo con sus caminos y sus obras. Y cuando se encontraban entre los gentiles, profanaron mi santo nombre, diciéndose de ellos: Estos son pueblo de YHVH, y de la tierra de El han salido. Y he tenido compasión en atención a mi santo nombre, que profanó la casa de Israel entre los gentiles a donde fueron. Por tanto, di a la casa de Israel: Así ha dicho el Señor YHVH: No lo hago a causa de vosotros, oh casa de Israel, sino a causa de mi santo nombre, que profanasteis entre los gentiles a donde habéis llegado. Y santificaré mi gran nombre profanado entre los gentiles, que profanasteis vosotros en medio de ellos; y sabrán los gentiles que yo soy YHVH, dice el Señor YHVH, cuando fuere santificado en vosotros delante de sus ojos. Y yo os tomaré de las gentes, y os juntaré de todas las tierras, y os traeré á vuestro país.
(Ezequiel 36, 16-24)
Sin embargo, a pesar del destierro, Ezequiel había señalado que Dios traería de nuevo a Israel a su tierra – algo que sucedió al cabo de setenta años de cautiverio en Babilonia – y que entonces, cuando de nuevo se encontraran en su suelo patrio, Dios realizaría una nueva obra entre los judíos, precisamente la que Jesús estaba anunciando a Nicodemo:
Y derramaré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todas vuestras imágenes os limpiaré. Y os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que caminéis en mis mandamientos, y guardéis mis mandatos y los pongáis en práctica.
(Ezequiel 36, 25-7)
El texto difícilmente puede arrojar más luz sobre la referencia de Jesús. Dios iba a limpiar los corazones en una obra de redención nueva que incluiría de manera bien acentuada la exclusión del pecado de rendir culto a las imágenes que había causado el castigo divino descargado sobre Israel. Pero además introduciría un nuevo elemento desconocido hasta entonces que sería un nuevo corazón y el regalo del Espíritu para que capacitara a los hijos de Israel a vivir de acuerdo a los caminos del Señor. ¿Cómo iba a tener lugar todo eso? Jesús se lo señaló a Nicodemo a continuación:
Y de la misma manera que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que crea en él, no se pierda, sino que tenga vida eterna. Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, sino que tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo, para que condene al mundo, sino para que el mundo sea salvado por él. El que en él cree, no es condenado, pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no creyó en el nombre del unigénito Hijo de Dios.
(Juan 3, 13-18)
Dios, el mismo Dios que había formulado las promesas a Ezequiel para que se las entregara a Israel había enviado por puro amor a Su Hijo para que todo el que creyera en él no se perdiera sino que tuviera vida eterna.
Que un mensaje tan claro de cumplimiento de las Escrituras de Israel haya podido ser convertido con el paso de los siglos en una catequesis bautismal es una seña evidente – y triste – de hasta qué punto algunos de los que se consideran seguidores de Jesús han perdido el contacto con la realidad del personaje y de su enseñanza.
Por esa época, Juan el Bautista todavía no había sido detenido y aquellos de sus discípulos que se habían unido a Jesús practicaban aún el rito del bautismo aunque él – resulta bien revelador el dato - no lo hacía (Juan 3, 22-24 y 4, 1-4). Fue precisamente de regreso de esa Pascua cuando tuvo lugar el conocido encuentro entre Jesús y la samaritana (Juan 4, 5-42). Desprovisto de los escrúpulos religiosos de otros judíos que nunca hubieran pasado por Samaria en su regreso desde Jerusalén, Jesús se detuvo en Sicar, “junto a la heredad que Jacob dio a José su hijo” y, cansado del camino, se sentó al lado del pozo (Juan 4, 5-6). Fue precisamente entonces cuando apareció una mujer que aprovechaba la hora en que la gente descansaba para acudir a sacar agua del pozo. El hecho de que Jesús le pidiera de beber provocó una reacción de sorpresa en la mujer que no entendió que un judío solicitara algo así sabiendo que los judíos no se tratan con los samaritanos (Juan 4, 9) e incluso le planteó la causa secular de contencioso entre ambos, la identidad del lugar donde debía adorarse a Dios (Juan 4, 20). La respuesta – bien significativa – de Jesús fue que “la salvación viene de los judíos” (Juan 4, 22). Sin embargo, se había acercado la hora en que los adoradores de Dios seguirían una adoración más profunda, “en espíritu y en verdad” (Juan 4, 23-4), una adoración que superaría a la del Templo en Jerusalén (¡el verdadero Templo!), una adoración en que el agua que calmaría la sed sería el propio Jesús.
Tiene una enorme lógica que el autor del Evangelio de Juan situara ambos relatos – el referido a Nicodemo y a la samaritana – en sucesión. Ambos mostraban a Jesús como el agua, ambos se referían a la situación actual de Israel, ambos apuntaban a una realidad más profunda que no negaba sino que consumaba la presente, ambos insistían en una adoración en espíritu y verdad diferente a la que había llevado a Israel a su ruina en el pasado y ambos apuntaban a que esa corriente de bendiciones Dios la derramaría sobre Israel y sobre las naciones a través de Jesús. Ante ese anuncio, sólo cabía responder de manera afirmativa.
CONTINUARÁ
[1] Ketubot 66b.
[2] Gittin 56ª.