Viernes, 29 de Marzo de 2024

Jesús, el judío (V): Las tentaciones

Domingo, 1 de Julio de 2018

Tras la experiencia del bautismo, Jesús se retiró al desierto. Una acción semejante hundía sus raíces en la Historia del pueblo judío.

Moisés había recibido la revelación directa de YHVH, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob en el desierto del Sinaí (Éxodo 3). Lo mismo podía decirse de Elías el profeta (1 Reyes 19). Más recientemente, los seguidores del Maestro de Justicia habían establecido su comunidad en el desierto, cerca de Qumran y el propio Juan el Bautista había actuado de manera semejante (Mateo 1, 1-8; Marcos 3, 1-12; Lucas 3, 1-9, 15-17; Juan 1, 19-28). Al marcharse al desierto – insistamos en ello – Jesús se alineaba con la experiencia histórica del pueblo de Israel.

La intención de Jesús al dirigirse al desierto era “para ser tentado por el Diablo” (Marcos 1, 12-13; Mateo 4, 1-11; Lucas 4, 1-13). Aunque se han producido varios intentos de negar la historicidad de ese episodio, los relatos que nos han llegado rebosan de autenticidad. En ellos nos encontramos con un Jesús que tenía ante si diversas maneras de ejecutar su vocación mesiánica. Sin embargo, de manera bien reveladora, la concepción propia de Jesús – a la que nos referiremos con más extensión más adelante – ya estaba trazada al menos en sus líneas maestras antes de dar inicio a su ministerio público y así quedaría de manifiesto en el episodio de las tentaciones en el desierto.

A juzgar por lo recogido en las fuentes – unas fuentes cuyo contenido puede derivar de relatos narrados por Jesús a sus discípulos con posterioridad – las opciones eran diversas. Podía optar por lo que denominaríamos la “vía social”, la de pensar que la gente necesita fundamentalmente pan, es decir, la cobertura de sus necesidades materiales más primarias (Lucas 4, 4). Podía optar también por un ministerio religioso de carácter espectacular que atrajera a las masas en pos de él (Lucas 4, 9-11). Incluso podía lanzarse a la conquista del poder político (Lucas 4, 6-8).

Esas tres tentaciones “mesiánicas” se han repetido vez tras vez a lo largo de la Historia – podría decirse que incluso siguen presentes entre nosotros a día de hoy – y, desde luego, no son pocos los que han caído en ellas guiados quizá por las mejores intenciones. Sin embargo, Jesús vio detrás de cada una de ellas la acción del mismo Satanás y llegó a esa conclusión partiendo del conocimiento que tenía de las Escrituras, un conocimiento esencial para poder rechazarlas.

Jesús era consciente – lo demostró una y otra vez a lo largo de su vida – de que el hombre necesitaba el pan para sustentarse. Sin embargo, a la vez, sabía que el ser humano no puede vivir sólo de pan porque la Biblia enseña que, para serlo plenamente, necesita “toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4, 4; Lucas 4, 4).

También sabía Jesús que detrás de muchas predicaciones religiosas en las que el protagonista parece rezumar fe y resolución tan sólo escondían una escalofriante falta de respeto hacia la voluntad de Dios (Mateo 4, 7; Lucas 4, 12). En lugar de poner de manifiesto el favor divino y la fe constituían irreverentes tentaciones al poder del único Dios verdadero.

Finalmente, y, de manera muy clara, Jesús no pasó por alto que ni siquiera el dominio sobre todos los gobiernos de la tierra justifica o legitima la menor concesión al Diablo que los domina (Mateo 4, 10; Lucas 4, 8). Porque era el mesías, el Hijo de Dios, no podía ceder a ninguna de esas tentaciones que reducían todo al activismo social, a la espectacularidad religiosa o al poder político. Difícilmente, podía resultar el mensaje de Jesús más actual.

Frente a esas tres opciones, el mensaje de Jesús, como mesías, como el Hijo de Dios, sería, por eso mismo, semejante al que había proclamado durante cerca de medio año Juan el Bautista. Se trataba de un mensaje de Evangelio, es decir, de Buenas noticias que es lo que la palabra significa en griego. Éste consistía esencialmente en anunciar que había llegado la hora de la teshuvah, de la conversión. Ya se había producido el momento en que todos debían volverse hacia Dios y la razón era verdaderamente imperiosa: Su Reino estaba cerca. Había llegado el momento de anunciar aquella Buena Nueva y el primer escenario de su predicación sería, como siglos antes había señalado el profeta Isaías, la región de Galilea (Isaías 9, 1-2).

 

CONTINUARÁ

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