Aquellas controversias que se extendieron durante toda la mañana del martes y que estuvieron vinculadas a nuevos anuncios de juicio por parte de Jesús, debieron confirmar a sus discípulos en sus viejos prejuicios. Como sucede tantas veces, se hallaban tan apegados a sus ansias que no estaban dispuestos a consentir que la realidad que se les venía manifestando desde hacía meses los apartara de ellas. Su mente bloqueaba los anuncios claros de Jesús sobre su destino trágico y cercano, mientras que se aferraban a la expectativa de un cambio en Israel que implicara un castigo divino que recaería sobre los sacerdotes, los escribas y los fariseos a la vez que derrotaba a los romanos y los expulsaba de un territorio sagrado. La situación debía cambiar; el Reino tenía que manifestarse cuanto antes y lo que deseaban era que Jesús les indicara de una vez cuándo iba a tener lugar esa sucesión de esperados acontecimientos. Aquella misma tarde, esa mentalidad volvería a ponerse de manifiesto cuando Jesús y sus discípulos habían abandonado ya la Ciudad Santa.
El contenido de la conversación ha llegado hasta nosotros transmitido por varias fuentes. Al parecer, todo el episodio comenzó cuando, al salir del Templo, uno de los discípulos señaló a Jesús la grandiosidad de la construcción (Marcos 13, 1; Mateo 24, 1; Lucas 21, 5). El comentario era pertinente y lo cierto es que el único resto que permanece hasta el día de hoy de aquellas construcciones – el llamado Muro de las Lamentaciones – sigue causando una enorme impresión en los que lo contemplan. Sin embargo, la respuesta de Jesús resultó, como mínimo, desconcertante. En lugar de corroborar la observación, Jesús indicó que llegaría una época “en que no quedará piedra sobre piedra que no sea derribada”.
Aquel comentario tuvo un efecto inmediato sobre las excitables mentes de los discípulos. Apenas llegaron al monte de los Olivos, Pedro, Santiago, Juan y Andrés se le acercaron para preguntarle acerca de lo que había afirmado al salir del Templo. La pregunta que le formularon iba referida a “cuando serán estas cosas” y “qué señales habrá” con anterioridad a que acontecieran (Marcos 13, 4 y Lucas 21, 7).
La fuente mateana contiene la pregunta de manera ligeramente distinta – “¿qué señal habrá de tu parusía y del fin de esta era?” – lo que ha provocado ríos de tinta a la hora de interpretar el pasaje conectándolo con la segunda venida de Jesús. Ni que decir tiene que semejante interpretación ha servido para dar base supuesta a algunos de los disparates exegéticos mayores de toda la Historia, dislates en los que se han visto incursas, por supuesto, sectas milenaristas como adventistas del séptimo día y testigos de Jehová, pero también intérpretes de confesiones cristianas menos dadas a dejarse llevar por lo que podríamos denominar escatología-ficción. De entrada, hay que subrayar que la palabra griega parusía – que, efectivamente, se utiliza en textos cristianos posteriores para hacer referencia a la segunda venida de Cristo – significa únicamente venida o presencia y en ese sentido la encontramos en distintas ocasiones en el Nuevo Testamento sin ninguna referencia escatológica relacionada con la Segunda venida (I Corintios 16, 17; II Corintios 7, 6; Filipenses 1, 26). Pero – y esto resulta esencial – ni Pedro, ni Santiago, ni Juan ni Andrés (que no podían siquiera concebir la idea de un mesías sufriente) la hubieran utilizado en esos momentos para referirse a una segunda venida de su Maestro. Lo que ellos esperaban era ni más ni menos que el Reino se implantara de un momento a otro y, al escuchar las palabras de Jesús sobre la aniquilación del Templo, llegaron a la conclusión de que ésa debía ser la señal de que esa era estaba a punto de inaugurarse. Pero ¿cuándo sería exactamente? ¿Cuándo tendría lugar ese hecho de extraordinaria relevancia?
La respuesta de Jesús respondió precisamente esas preguntas y no tiene nada que ver – lógicamente - con acontecimientos que, presumiblemente, tendrían lugar dos mil años después previamente a su segunda venida[1] . Cuando se tiene semejante circunstancia en cuenta – y el lector no se pierde en delirantes especulaciones sobre la relación entre las palabras de Jesús y el último conflicto en Oriente Medio, el proceso de construcción europea o la llegada del Anticristo – el texto resulta fácil de entender.
De entrada, Jesús indicó que debe rechazarse por sistema a aquellos que se presenten como el mesías o afirmando que “el tiempo está cerca” (Lucas 21, 8). Esa afirmación ya es de por si un motivo suficiente para no creer al que habla y para no dejarse “engañar” (Lucas 21, 8 y par). Tampoco deberían caer sus discípulos en el error de identificar “las guerras y rumores de guerras” con señales del fin porque no sería así (Lucas 21, 9 y par). Ni siquiera constituiría una señal del fin la persecución de los discípulos. Éstos serían llevados ante las autoridades ciertamente - ¿acaso no se lo había advertido al hablarles de la cruz que tenían que llevar (Mateo 16, 24-5)? - pero no debían inquietarse ni temer, sino tan sólo dejar que el Espíritu Santo diera testimonio a través de ellos (Lucas 21, 12 ss y par). La verdadera señal de que la presente era estaba a punto de concluir sería contemplar Jerusalén cercada por ejércitos (Lucas 21, 20). Cuando se produjera tal eventualidad, los seguidores de Jesús debían huir (Lucas 21, 21 ss y par), porque el destino de la Ciudad Santa ya estaría sellado. Precisamente entonces, cuando se viera aniquilada, todos comprenderían que el Hijo del Hombre había actuado, que estaba presente, que había sido reivindicado, que había protagonizado una venida de juicio similar a las ejecutadas por Dios en la pasada Historia de Israel (Lucas 21, 27 y par).
Por eso, al igual que había sucedido durante la época del Primer Templo, cuando tuviera lugar aquel desastre nacional no deberían apesadumbrarse (Lucas 21, 28 y par). Por paradójico que pudiera parecer, la destrucción del Templo y de Jerusalén, significaría que Dios había consumado su redención (Lucas 21, 28 y par). Precisamente por ello, los discípulos no debían inquietarse, sino estar continuamente preparados porque todo sucedería de manera inesperada, pero segura (Lucas 21, 34 ss y par).
La predicación de Jesús sobre el final trágico del Templo cuenta con paralelos no sólo en su época sino – y esto resulta especialmente relevante – también en la tarea de profetas anteriores. De entrada, no eran pocos los judíos que ya pensaban entonces que, tarde o temprano, Dios terminaría arrasando aquel lugar que se había convertido en una “cueva de ladrones”. Por supuesto, así lo vieron los sectarios de Qumrán, pero también el fariseo Flavio Josefo cuando el templo fue destruido en el año 70 d. de C. por las legiones romanas [2]. Pero es que además ¿el mismo profeta Jeremías – o Ezequiel – no había anunciado en el pasado la destrucción del Templo de Jerusalén por pecados similares? No, la predicación de Jesús no era extravagante ni carecía de precedentes en la Historia del pueblo de Israel. Apuntaba, de hecho, a una “venida” en juicio como otras con que Dios ya había dejado sentir su presencia en la Historia. Con todo, también había diferencias.
La catástrofe que ya se perfilaba en el horizonte no sería temporal. Constituiría el justo castigo de Dios sobre aquellos que no habían querido recibir al hijo del señor de la viña, fundamentalmente, porque se habían apoderado injustamente de ella. Revelaría, de manera visible e innegable, el final de toda una Era, la que ahora vivían, y el inicio de otra, la que estaba inaugurando Jesús con su próxima muerte. De hecho, aquella misma tarde del martes – ya el inicio del miércoles según el cómputo judío para medir los días – Jesús volvió a anunciar su muerte, una muerte que tendría lugar tan sólo “dos días” después (Mateo 26, 1-2). En facilitar ese final iba a tener un papel esencial uno de sus discípulos que, precisamente, chocaría con él en las próximas horas.
CONTINUARÁ
[1] Un notable estudio sobre el tema en D. Chilton, The Great Tribulation, Fort Worth, 1987.
[2] Josefo recoge algunos de esos anuncios, pero hace un especial énfasis en el de un tal Jesús – no el de Nazaret – en Guerra IV, 238-269.