Viernes (IV): la condena religiosa
Los estallidos de antisemitismo de los que ha sido testigo la Historia comenzaron a partir de la Edad Media a verse teñidos de un argumento teológico que resulta moralmente repugnante y escrituralmente insustanciado, el que afirmaba que los judíos son un pueblo deicida. Según este argumento, el hecho de que el pueblo judío hubiera condenado a Jesús arrojaba sobre sus hombros una culpa que se transmitía de generación en generación. No resulta extraño que, en un intento de liberarse de ese estigma, haya habido autores judíos como Paul Winter que intentaran demostrar – bastante infructuosamente por cierto – que la condena de Jesús había tenido que ver únicamente con el poder romano, pero nunca con las autoridades judías. El historiador, por el contrario, tiene que reconstruir la realidad de lo sucedido y no puede verse sujeto por ese tipo de consideraciones. Ni que decir tiene que la responsabilidad de la detención, condena y muerte de Jesús no puede ser transmitida como una culpa que perdura durante milenios y, por supuesto, un episodio de ese tipo no puede bascular sobre los judíos de todas las épocas eximiendo de manera ciertamente escandalosa a los romanos. Sin embargo, tampoco es aceptable el pretender que no hubo judíos implicados en el destino trágico de Jesús y además de manera decisiva. Como en el caso de todos los colectivos humanos, entre los judíos se han producido a lo largo de los siglos confrontaciones civiles, han estallado enfrentamientos sociales y se ha procedido al asesinato de inocentes por motivos civiles y religiosos. La historia de los profetas es una sucesión inacabable de rechazos y persecuciones que afectaron a personajes como Jeremías o Amós y de la misma manera resulta obligatorio señalar el dolor que Josefo expresa en su Guerra de los judíos al narrar la guerra civil, de carácter religioso-social, que estalló en el seno de Israel en paralelo a la sublevación contra Roma del año 66 d. de C. Robert L. Lindsey ha conservado el testimonio de cómo David Flusser le había relatado que “a diferencia de los judíos que conoció mientras crecía en Checoslovaquia, sus centenares de estudiantes israelíes a lo largo de los años nunca encuentran difícil creer que en la época del Segundo Templo hubiera judíos capaces de matar a otros judíos por todas las razones usuales. “No somos gente como cualquier otra gente,” dicen, “¿No hemos tenido nuestros terroristas y nuestros asesinos en tiempos modernos? No resulta difícil en absoluto creer que algunos judíos pudieron haber instigado la muerte de Jesús si estaban lo suficientemente celosos de él o lo veían como algún tipo de amenaza”[1]. A decir verdad, las fuentes históricas nos obligan a compartir el juicio del erudito judío David Flusser y de sus alumnos israelíes. Puede resultar más o menos conjetural si hubo judíos que envidiaron a Jesús – aunque el extremo resulta bastante probable – pero no cabe duda de que las autoridades del Templo lo contemplaron como una amenaza que debía ser conjurada.
Tras su prendimiento, un atado Jesús fue conducido a la ciudad de Jerusalén. No fue llevado directamente ante el Sanhedrín que debía estudiar su caso sino – y el dato resulta muy significativo - a la casa de Anás, un antiguo sumo sacerdote que ostentaba un poder y una influencia considerables (Juan 18, 12-4; 19-23). Prueba de lo que esto significaba es que además de convertirse en sumo sacerdote en el año 15 d. de C., tuvo la satisfacción de que sus cinco hijos ocuparan también tan relevante puesto [2]. Por si esto fuera poco, Jesús hijo de Set, sumo sacerdote poco antes del 6 a. de C. fue hermano suyo; uno de los últimos sumos sacerdotes antes de la destrucción del Templo – Matías (65-67) fue nieto suyo y José Caifas que ocupó el puesto del 18 al 37 d. de C. era su yerno (Juan 18, 13). El hecho de que pudiera mantener un interrogatorio previo con Jesús lleva a pensar que Anás era objeto de un respeto y una consideración notables por parte del sumo sacerdote en ejercicio.
El interrogatorio de Anás[3] tenía como objetivo establecer cuáles eran la doctrina y las enseñanzas de Jesús (Juan 18, 29) quizá con la intención de dejar de manifiesto que se trataba del cabecilla de un movimiento que debía ser aniquilado, tal y como había propuesto su yerno. Sin embargo, Jesús insistió en que no había nada de secreto en su comportamiento y que su enseñanza se había podido escuchar en no pocas ocasiones tanto en el Templo como en las sinagogas de manera abierta y clara (Juan 18, 20-21). Se trataba de la respuesta tranquila de alguien que no sólo se sabía inocente sino que además dejaba de manifiesto lo absurdo de su detención. Sin embargo, alguno de los esbirros de Anás interpretó aquella conducta como una muestra de descaro que decidió castigar golpeando a Jesús (Juan 18, 22). Al final, Anás decidió que lo mejor era enviar al detenido ante Caifás.
Anás y su yerno vivían en distintas alas del mismo edificio[4] y, por lo tanto, debieron bastar unos minutos para llevar a Jesús ante Caifás. Todavía era de noche y hacía frío ya que los siervos del sumo sacerdote tuvieron que encender un fuego en el patio para calentarse. En la morada de Caifás se reunieron “sacerdotes, escribas y ancianos” (Marcos 14, 53), es decir, las tres categorías que, según el testimonio de Flavio Josefo, componían el Sanhedrín. Los sacerdotes no eran todos los levitas sino la aristocracia sacerdotal, un estamento sobre cuya corrupción ya hemos hecho referencia. Los ancianos se correspondían la aristocracia terrateniente, seguramente no mejor en términos morales que la formada por el clero y a la que pertenecía José de Arimatea, uno de los discípulos secretos de Jesús. Finalmente, los escribas eran letrados de clase media de cuyas filas solían surgir los miembros de la secta de los fariseos. Si los dos primeros grupos tenían buenas razones para deshacerse de Jesús, el tercero las tenía sobradas para sentirse predispuesto en contra suya. Aquel predicador procedente de Galilea no sólo no compartía buena parte de sus interpretaciones de la Torah sino que además los había atacado públicamente. Con todo, entre ellos había aún hombres que conservaban un cierto sentido de la legalidad y de la justicia como era el caso de Nicodemo, un personaje que, como ya señalamos[5], aparece en las fuentes rabínicas con el nombre de Nakdemon ben Goryon.
El procedimiento contra Jesús comenzó con la presentación de las pruebas en su contra (Marcos 14, 55). No tenemos ninguna noticia de que hubiera testigos de descargo y lo más seguro es que haya que atribuir ese hecho al miedo que inspiraba la idea de comparecer ante el sumo sacerdote defendiendo a Jesús [6]. Por lo que se refería a los testigos de cargo, representaban en el procedimiento penal judío el papel del fiscal en el nuestro. Todavía era de noche, pero ya se hallaban dispuestos a acusar a Jesús. Ignoramos si actuaron así movidos por fanatismo, por conveniencia o por el soborno, algo que no puede descontarse con personajes como Caifás. Pero lo que sí puede afirmarse es que sus esfuerzos no dieron buen resultado, quizá porque, al convocarlos a horas tan intempestivas, no había existido la posibilidad de adiestrarlos convenientemente. De hecho, las primeras declaraciones no encajaban (Mateo 26, 59-60; Marcos 14, 55-56) y la situación sólo pareció enderezarse cuando dos se presentaron acusando a Jesús de haber anunciado que demolería el Templo y que lo levantaría en tres días (Mateo 26, 60-61; Marcos 14, 57-59). La acusación era peligrosa y, de hecho, existían precedentes en la Historia de Israel – el caso del profeta Jeremías es uno de los más señalados (Jeremías 26, 1-19) - de que un anuncio de destrucción del Templo podía considerarse punible con la pena capital. Sin embargo, las palabras de Jesús estaban desprovistas de cualquier tono conspirativo, violento[7] o denigratorio que pudieran justificar su conexión con el cargo de blasfemia tipificado en Levítico 24, 16. Por otro lado, rechazar que se tratara de una profecía podía dividir al Sanhedrín ya que mientras que los saduceos rechazaban ese tipo de fenómenos espirituales, los fariseos creían en ella.
Al fin y a la postre, las contradicciones de los testigos y la escasa consistencia de sus declaraciones terminaron por colocar al tribunal en una situación delicada. Si no se podía encontrar alguna prueba incriminatoria era obvio que Jesús tendría que ser puesto en libertad, algo que el sumo sacerdote Caifás no estaba dispuesto a tolerar. No resulta, por lo tanto, extraño que, en su calidad de presidente, decidiera llevar a cabo el interrogatorio de Jesús.
Si Caifás esperaba que el hecho de formular personalmente las preguntas iba a cambiar el estado de cosas, debió quedar decepcionado muy pronto. Jesús – como el siervo-mesías al que se había referido Isaías (53, 7) siglos atrás – se mantuvo en silencio (Mateo 26, 63; Marcos 14, 61).
De la manera más inesperada, el proceso había entrado en un callejón sin salida. Los testigos no presentaban pruebas suficientes como para sustentar una condena y el reo se negaba a pronunciar una sola palabra que pudiera servir para inculparlo. En lo que, seguramente, fue un intento a la desesperada de salir de la situación en que se hallaba, Caifás optó por plantear directamente la cuestión de la mesianidad de Jesús y se dirigió a él diciéndole:
Te conjuro por el Dios viviente. Dinos si eres el mesías, el Hijo de Dios[8].
(Mateo 26, 63)
La pregunta planteada por Caifás disipaba el recurso al silencio al haberse invocado al propio Dios, pero además colocaba a Jesús ante una clara tesitura. Si respondía de manera afirmativa, era obvio que el sanhedrín lo consideraría un caso de blasfemia merecedor de la muerte. Si, por el contrario, contestaba de manera negativa, quizá habría que ponerlo en libertad, pero todo su atractivo sobre las masas quedaría irremisiblemente dañado y, como peligro, podría verse conjurado. Jesús no parece haber dudado un solo instante a la hora de responder:
Yo soy y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo en las nubes del cielo.
(Marcos 14, 62)
La respuesta fue pulcramente cortés hasta el extremo de no utilizar el nombre de Dios y sustituirlo por el eufemismo del Poder, circunstancia que, una vez más, apunta a la conducta de un judío meticulosamente piadoso. A la vez, resultó contundente e iluminadora. Sí, era el mesías y además un mesías que cumpliría – como ellos tendrían ocasión de ver – las profecías contenidas en el Salmo 110 y en el capítulo 7 de Daniel, aquellas que se referían a cómo Dios le haría sentar a su diestra y a cómo le entregaría un Reino en su calidad de Hijo del Hombre para extender su dominio sobre toda la tierra.
La reacción del sumo sacerdote fue la que cabía esperar. Se rasgó las vestiduras, indicó que Jesús había pronunciado una blasfemia y concluyó que aquella circunstancia convertía en ociosa la declaración de cualquier testigo de cargo (Mateo 26, 65; Marcos 14, 63)[9]. Cuando Caifás solicitó la opinión de los miembros del sanhedrín, éstos también señalaron que las palabras pronunciadas por Jesús eran dignas de la última pena (Marcos 14, 64; Mateo 26, 66). En ese momento, algunos de los que custodiaban a Jesús comenzaron a burlarse de él, a escupirlo y a abofetearlo (Lucas 22, 63-65; Mateo 26, 67-68; Marcos 14, 65).
A esas alturas no podían caber dudas sobre cuál iba a ser la suerte final de Jesús. Como señalaría el Talmud siglos después[10], Jesús era un blasfemo que merecía la muerte y que, de manera totalmente justificada, había sido condenado. De forma bien significativa, en esa referencia talmúdica se atribuye toda la responsabilidad de la condena de Jesús a las autoridades judías sin mención alguna del gobernador romano. Con todo, y a pesar de su convicción sobre la justicia de su decisión, el sanhedrín no cayó en el error de quebrantar ninguna formalidad legal. Esperó hasta el amanecer para dictar sentencia condenatoria (Mateo 27, 1; Lucas 22, 66-71; Marcos 15, 1) y, a continuación, dispuso que lo condujeran a la residencia del gobernador romano ya que era el único que disponía del ius gladii y podía ejecutar una pena capital (Marcos 15, 1; Lucas 23, 1; Mateo 27, 2; Juan 18, 28).
Actualmente sabemos que Pilato iba a ser la causa de algunas dilaciones en la consumación de la suerte final de Jesús, pero al amanecer del viernes esa eventualidad no parecía posible al sanhedrín. Tampoco lo pensó así Judas. Cuando supo que Jesús había sido condenado por las autoridades judías no le cupo la menor duda de que su destino iba a ser la muerte. Reconcomido por la culpa, acudió a los miembros del sanhedrín que acababan de condenar a Jesús y que no se habían dirigido a la residencia del gobernador romano a pedir la ejecución de la sentencia (Mateo 27, 3). Ante ellos confesó que había “pecado entregando sangre inocente” (Mateo 27, 4), pero, como por otra parte era de esperar, no consiguió conmoverlos. Convencidos como estaban de que Jesús era un blasfemo y un peligro, de que su sentencia, por lo tanto, era justa y pertinente, le dijeron claramente que nada de aquello les importaba y que ése era su problema. Horrorizado, Judas arrojó las monedas que le habían entregado como precio por su traición y abandonó el lugar donde se habían encontrado con las autoridades judías (Mateo 27, 5).
A pesar de la insistencia de algunos autores contemporáneos por afirmar lo contrario, la condena de Jesús podía pecar de injusta, pero, desde un punto de vista formal, resultaba impecable. Así, por supuesto, lo consideraron las autoridades judías y lo indica el Talmud, pero así también lo vieron los primeros discípulos de Jesús. Éstos – a diferencia de otros que vendrían después reivindicando la figura del Maestro – podrían estar convencidos de que la mayoría de los miembros del Sanhedrín se había reunido no para dilucidar la verdad sino para encontrar un motivo que les permitiera condenar a Jesús a muerte (Marcos 14, 1 y 55) viendo en ello incluso el cumplimiento de profecías contenidas en las Escrituras judías (Hechos 4, 24-28 citando el Salmo 2). Sin embargo, en la polémica teológica entre los judíos y los primeros cristianos, éstos jamás alegaron que se hubieran violado las disposiciones legales [11] y todavía menos consideraron que el episodio pudiera ser utilizado para perseguir al pueblo en cuyo seno había nacido Jesús.
No menos meticulosas con el cumplimiento de la ley iban a ser ahora las autoridades judías. Así, cuando, sobre las seis de la mañana, llegaron ante la residencia del gobernador Poncio Pilato, se negaron a entrar en ella para no contaminarse ritualmente con la cercanía de un gentil. Desde luego, una cosa era pedirle que confirmara la sentencia condenatoria que habían dictado contra Jesús y otra que para hacerlo tuvieran que incurrir en el estado de impureza ritual.
A esas alturas, toda la obra de Jesús daba la apariencia de haberse convertido en humo porque era de esperar que Pilato aceptaría las pretensiones de las autoridades judías. Pedro, uno de los discípulos más cercanos a Jesús, le había negado esa noche aterrado por una simple criada (Juan 18, 15-18, 25-27; Lucas 22, 54-62; Mateo 26, 58, 69-75; Marcos 14, 54, 66-72) y el resto de los discípulos se hallaba en paradero desconocido, pero ¿quién podía asegurar que no serían objeto de cruentas represalias por haber seguido a su Maestro?. Finalmente, Judas, el traidor, desesperado, salió a las afueras de la ciudad. Allí se dio muerte ahorcándose quizá simbolizando de esa manera que se consideraba un maldito. De hecho, la Torah mosaica confería esa condición a todo el que muriera colgando de un madero o de un árbol (Deuteronomio 21, 23).
Durante un tiempo, su cadáver se balanceó entre el cielo y la tierra. Luego el cinturón o la cuerda que se aferraba a su cuello se rompió dejando caer el cuerpo contra el suelo. El impacto provocó que el difunto Judas reventara y sus entrañas se desparramaran (Hechos 1, 18). Consumada su traición hacía horas, su destino último no pareció ahora preocupar a nadie. Sin embargo, Judas dejaba planteado un problema que las autoridades del Templo debían solucionar. Se trataba únicamente de dar un empleo a las treinta monedas de plata que, en su remordimiento, había devuelto el traidor. La Torah impedía destinarlas a limosnas ya que era precio de sangre (Deuteronomio 23, 18). Se optó, por lo tanto, por comprar un campo para dar sepultura a los extranjeros (Mateo 27, 7), el mismo en el que se había suicidado Judas (Hechos 1, 18-19), el mismo al que la gente, conocedora de la historia, denominaría Acéldama, que significa Campo de sangre (Mateo 27, 8; Hechos 1, 19).
CONTINUARÁ
[1] R. L. Lindsey, Jesus Rabbi and Lord, …, p. 139.
[2] Eleazar que le sucedió en el 16-17 d. de C; Jonatán (37); Teófilo (desde el 37 hasta una fecha no segura); Matías (43-44) y Anás II que ordenó la muerte de Santiago, el hermano de Jesús.
[3] Algunos autores han cuestionado la historicidad del interrogatorio ante Anás. Sin embargo, lo que conocemos de las fuentes judías nos obliga a llegar a la conclusión de que, efectivamente, aconteció. Fue la misma conclusión a la que llegó el erudito judío Joseph Klausner cuando lo califió como “enteramente posible” (Jesús von Nazareth, Berlín, 1934, p. 471). En el mismo sentido, J. Blinzler, Trial..., pp. 86 ss.
[4] Las fuentes parecen apuntar en ese mismo sentido. Por ejemplo, la negación de Pedro tuvo lugar según los sinópticos en la casa de Caifás, pero Juan lo sitúa en la de Anás, algo lógico si se tiene en cuenta que era el mismo lugar y que además el autor del Cuarto Evangelio sabe captar el papel de Anás de manera extraordinariamente cuidadosa. En un sentido similar para la ubicación de la morada de Anás, K. Galling, Biblisches Reallexikon, 1937, pp. 270 y 414.
[5] Véase supra pp. .
[6] Los Hechos de Pilato, un escrito apócrifo, presentan una serie de discípulos favorables de Jesús, pero la noticia no parece históricamente fiable.
[7] Aparecen reproducidas en Juan 2, 21 ss.
[8] Marcos 14, 61 contiene la expresión “el Hijo del Bendito” en lugar de “Hijo de Dios”. Es más que posible que Caifás utilizara precisamente ese circunloquio eufemístico para referirse a Dios. De la misma manera, “Hijo de Dios” sería un término usado como mera aposición de mesías, sin el contenido que tanto Jesús como sus discípulos le proporcionaron.
[9] Se ha insistido en que el procedimiento penal judío no permitía las condenas basadas en el testimonio del inculpado. El argumento no se sostiene ya que ese principio no lo encontramos antes de Maimónides ya en el s. XII-XIII. Por el contrario, sí encaja con el espíritu de la Mishná como ha dejado claramente de manifiesto I. Abraham, Studies in Pharisaism and the Gospels, II, 1924, pp. 132 ss. Caifás podía actuar por los motivos más perversos, pero, formalmente, no dejó de ser puntilloso en el proceso.
[10] Sanh 43ª. No se trata del único texto talmúdico que, a pesar de su visión militantemente agresiva contra Jesús, coincide con lo expresado en el Evangelio. Así, por ejemplo, en Sanh 107b y Sotah 47b se afirma que Jesús había realizado milagros y que mucha gente lo siguió, aunque todo ello se debía al hecho de que era un hechicero y un blasfemo (paralelos neotestamentarios en Mc 11, 62; Juan 5, 18-19 y 19, 7).
[11] En el mismo sentido, P. E. Davies, “Early Christian Attitudes toward Judaism and the Jews”, JBR, 13, 1945, pp. 73-82; J. Blinzler, Trial…, pp. 144 ss.