En una carta del rey Herodes Agripa a su amigo el emperador romano Calígula, el gobernador Pilato aparece descrito como de “un carácter inquebrantable y despiadadamente duro” que caracterizó su gobierno por “la corrupción, la violencia, el robo, la opresión, las humillaciones, las ejecuciones constantes sin juicio y una crueldad ilimitada e intolerable”. Efectivamente, Pilato ejerció el poder desde el 26 d. de C. y por espacio de una década de acuerdo con la mencionada descripción. Sin embargo, el cuadro no resulta completo. De entrada, Pilato era un antisemita alzado al poder por el impulso del no menos antisemita Sejano, el valido, durante años omnipotente, del emperador Tiberio, pero además – y eso explica si no su nombramiento sí que el emperador Tiberio lo mantuviera en el poder durante tanto tiempo – actuaba con notable independencia, pero siempre de acuerdo a lo que consideraba los intereses de Roma. Si éstos coincidían con lo que deseaban las autoridades judías bien para las dos partes, si no era así, el beneficio – y el derecho - de Roma debía prevalecer.
Las autoridades judías presentaron el caso a Pilato de una manera que forzara al gobernador a ejecutar la sentencia condenatoria. Jesús, según su versión, había afirmado que era “el rey de los judíos”. La información no era falsa, pero tampoco pasaba de constituir una manipulación maliciosa de la verdad que pretendía presentar a Jesús como a un sedicioso cuya eliminación resultaba obligada para el poder romano. De manera lógica, Pilato preguntó a Jesús si, efectivamente, era el rey de los judíos (Juan 18, 33; Lucas 23, 3; Mateo 27, 11; Marcos 15, 2). La respuesta de Jesús no resultó en absoluto satisfactoria (Juan 18, 36 ss). Por lo menos, no para sustentar una condena y así se lo comunicó Pilato a las autoridades judías que se lo habían entregado (Lucas 23, 4). La reacción de éstas no se hizo esperar. De manera inesperada, lo que parecía seguro amenazaba con escapársele de las manos. Recurrieron entonces a acusarlo de alborotar al pueblo en Judea como ya había empezado a hacer en Galilea (Lucas 23, 5). Una vez más, el cargo obligaba a Pilato a confirmar la sentencia dictada por el sanhedrín, pero la artimaña no dio resultado. El gobernador romano estaba convencido de que Jesús era inocente de las acusaciones formuladas contra él (Juan 18, 38; Lucas 23, 4). A su juicio, resultaba obvio que se trataba sólo de una disputa propia de los, para él, odiosos judíos y no estaba en absoluto dispuesto a ayudar a las autoridades a imponer sus puntos de vista. Si acaso se sentía tentado como tantas veces a demostrarles el desprecio que le inspiraban. Puesto que Jesús era de Galilea, la competencia para juzgar aquel caso según el principio jurídico de forum delicti commissi [1] correspondía a Herodes. A él debía ser llevado el detenido (Lucas 23, 6-7). Con esa decisión, Pilato seguramente esperaba haberse quitado un problema de las manos.
Temprano por la mañana, Jesús fue trasladado por la guardia del Templo ante la presencia de Herodes. Había descendido a celebrar la Pascua como centenares de miles de judíos y en esos días se alojaba en el palacio de los Hasmoneos, una residencia cercana a la de Pilato y situada a occidente del Templo [2]. Responsable de la ejecución de Juan el Bautista, Herodes había manifestado eventualmente algún interés por Jesús. Ahora esperó que realizara alguno de aquellos milagros que se le atribuían (Lucas 23, 8), pero Jesús persistió en el silencio que debía caracterizar al siervo-mesías (Lucas 23, 9). Finalmente, Herodes y sus acompañantes optaron por entregarse a una burla canallesca. Durante toda su vida, Herodes había aspirado al título de rey infructuosamente. Por lo visto, Jesús tampoco había avanzado mucho en el camino de obtener la realeza así que lo vistió con una ropa propia de un monarca y ordenó que se lo devolvieran a Pilato (Lucas 23, 11). Con aquel gesto, muy posiblemente estaba dando a entender que, a su juicio, Jesús era más un ser patéticamente ridículo que un agitador peligroso.
Aquella coincidencia de criterio – tanto en la apreciación de las acusaciones contra Jesús como en el desprecio por las autoridades del Templo – tendría una consecuencia indirecta, la de que Herodes y Pilato, entonces enemistados, se acercaran políticamente (Lucas 23, 12). Sin embargo, de momento, el problema de lo que había que hacer con Jesús persistía. El gobernador romano aún estaba más convencido de lo inaceptable de las pretensiones de las autoridades judías y había decidido poner en libertad a Jesús. Para ello iba a valerse del privilegio de liberar a un reo en el curso de la fiesta (Mateo 27, 15; Marcos 15, 6).
Ocasionalmente, se ha discutido la historicidad de este episodio, pero lo cierto es que semejante objeción vuelve a dejar de manifiesto un deplorable desconocimiento de las fuentes judías. Por ejemplo, ya en 1906 se publicó por primera vez un papiro del 85 d. de C. que contiene el protocolo de un juicio celebrado ante C. Septimio Vegeto, gobernador de Egipto, en el que se señala como el citado magistrado romano decidió poner en libertad a un acusado llamado Fibion, a pesar de que era culpable de un delito de secuestro. Era obvio, por lo tanto, que los gobernadores contaban con esa competencia. Pero es que además el tratado Pesajim VIII 6ª [3]de la Mishna nos informa de que, efectivamente, existía la costumbre de liberar a uno o varios presos en Jerusalén durante la Pascua.
La alternativa que ahora Pilato ofreció fue la de plantear ante las masas la disyuntiva de poner en libertad a Jesús o a un delincuente común llamado Barrabás (Juan 18, 39; Mateo 27, 17; Marcos 15, 9). Esperaba el romano que el veredicto favorable recayera sobre el inocente Jesús antes que sobre un criminal. Se trató de un error de cálculo que tendría pésimas consecuencias. Por un lado, resultaba dudoso que la muchedumbre, antirromana de por si, estuviera dispuesta a ayudar al gobernador romano o a apoyar a alguien que había defraudado sus expectativas como era el caso de Jesús; por otro, las autoridades del Templo la habían adiestrado ya convenientemente (Marcos 15, 11; Mateo 27, 20). Desde luego, no hubiera sido la primera ni la última multitud de la Historia que se reuniera de manera supuestamente espontánea y que, a la vez, obedeciera a consignas bien establecidas. Pero, en cualquier caso, si Jesús había sido condenado por el propio sanhedrín, ¿no era normal verlo “golpeado por Dios” como Isaías 53, 4 afirmaba que Israel consideraría erróneamente al siervo-mesías? Enfrentada con la disyuntiva de liberar a alguien condenado por el sanhedrín o a un simple delincuente, la muchedumbre reunida ante Pilato no tuvo problema en optar por el segundo (Lucas 23, 18; Lucas 18, 40).
El hecho de que la multitud arremolinada ante su residencia hubiera rechazado su propuesta causó en Pilato un sentimiento de sorpresa que entorpeció sus acciones ulteriores. En puridad, podría haber puesto en libertad a Barrabás y luego continuar el procedimiento relacionado con Jesús considerando que no existía base para la condena y liberándolo a su vez. Sin embargo, como tantos otros dirigentes a lo largo de la Historia, en lugar de imponerse a la turba, primero, se sintió amedrentado por ella y luego, pensó que quizá estaba en su mano convencerla. Se trató de una nueva equivocación porque la masa rara vez piensa por si misma sino a impulsos de los que la agitan. Entregada ahora a la agresividad descarada que nace de sentirse impune y, muy posiblemente, agitada por las autoridades que habían detenido a Jesús, comenzó a gritar que el gobernador debía crucificarlo (Marcos 15, 13 y par).
Pilato fue presa de la perplejidad. A pesar de que no simpatizaba en absoluto con los judíos no acertaba a entender que desearan con tanto afán la ejecución de uno de los suyos (Marcos 15, 14 y par). Posiblemente entonces se dio cuenta del yerro tan colosal que había sido el poner en manos de la turba la decisión del caso. Ahora no tenía la menor posibilidad de desandar los pasos ya dados y de dilatar la resolución. Y menos todavía cuando la situación amenazaba con degenerar en un motín abierto (Mateo 27, 24). Al fin y a la postre, Pilato acabó cediendo a las presiones de la turba. Era lo mismo que había hecho años atrás en el hipódromo de Cesarea [4].. Mientras ponía en libertad a Barrabás, ordenó que se flagelara a Jesús (Juan 19, 1; Marcos 15, 15).
La fuente mateana señala que, precisamente en esos momentos, Pilato llevó a cabo un hecho simbólico. Se lavó las manos ante la multitud anunciando que era inocente de la ejecución de un hombre inocente. Entonces la turba respondió: Su sangre sea sobre nosotros y nuestros hijos (Mateo 27, 24). Ambos extremos han sido rechazados eventualmente como creaciones del primer evangelista. La verdad, sin embargo, es que cuentan con un respaldo impresionante en las fuentes históricas. De entrada, la costumbre de lavarse las manos como acto de purificación se daba tanto entre los judíos como entre los gentiles. La Biblia la menciona en Deuteronomio 21, 6 ss o en el Salmo 26, 6, pero también encontramos referencias en la literatura rabínica[5]; e incluso en autores clásicos como Virgilio[6], Sófocles [7] y Herodoto[8] por mencionar algunos ejemplos.
Por lo que se refiere a la afirmación de la turba, su historicidad ha sido rechazada con el argumento – político que no histórico – de que se trata simplemente de una manifestación de carácter antisemita. Incluso cuando se estrenó la película La pasión dirigida por Mel Gibson distintas organizaciones judías presionaron para que la frase en cuestión fuera suprimida. Semejante conducta puede comprenderse, pero lo cierto es que el pasaje en cuestión presenta todas las marcas de la autenticidad y no es la menor su paralelo con referencias que hallamos en fuentes judías. De hecho, la expresión “Su sangre sea sobre nosotros y nuestros hijos” es un dicho judío que hallamos en la Biblia (2 Samuel 1, 16; 3, 29; Jeremías 28, 35; Hechos 18, 6) y que significa que se está tan seguro de la justicia del veredicto que se asume que la responsabilidad y la culpa caiga tanto sobre los que pronuncian la frase como sobre sus hijos[9]. Obviamente, derivar de aquí una legitimación para el antisemitismo no sólo constituye una pésima lectura histórica sino también una bajeza moral. Sin embargo, tampoco es lícito negar los hechos históricos sobre la base de lo que hoy consideramos políticamente correcto. Las autoridades judías habían condenado a Jesús y buscaban su muerte. Frenadas – de manera inesperada – en sus propósitos por Pilato, para alcanzar su objetivo habían recurrido a agitar a la muchedumbre en su favor. Que ésta se encontrara convencida de la justicia de lo que exigía y que llegara incluso a pronunciar una fórmula ritual en esos casos no sólo no parece falso. En realidad, es lo único que resulta verosímil. Por otro lado, el pasaje en su descripción no es ni lejanamente tan crítico con las autoridades del Templo o con la turba como lo es, por ejemplo, Josefo en su Guerra de los judíos. A decir verdad, en términos comparativos resalta por su austeridad narrativa y, sin embargo, a nadie se le ha ocurrido – con razón, por otra parte – acusar a Josefo de antisemita.
Es muy posible que la flagelación constituyera un último intento de Pilato por salvar a Jesús de la muerte. Quizá si la masa veía al detenido destrozado por los azotes romanos, quizá si contemplaba que no había escapado de la detención incólume, quizá si se percataba de que había recibido un castigo cruel y suficiente, se aplacaría y desistiría de su propósito. Nuevamente, se equivocó.
Por supuesto, los soldados romanos azotaron a Jesús en el interior del pretorio – y, a diferencia de lo que establecía la ley judía, no tenían marcado un límite de latigazos que no podían rebasar – y además al castigo sumaron las burlas, las injurias, los golpes y los escupitajos. Incluso se permitieron la terrible mofa de disfrazarlo como a un rey seguramente en un intento de mostrar su desprecio hacia los judíos. Sin embargo, el plan de Pilato fracasó. Una vez más, la turba reaccionó siguiendo unas reglas de comportamiento que conoce cualquier psicólogo experto. Al contemplar a Jesús quebrantado por los azotes, no se conformó sino que se sintió más segura de su poder para obtener lo que deseaba. Ahora lanzó nuevos gritos que reclamaban su crucifixión y que insistían en que así tenía que ser porque se había hecho Hijo de Dios (Juan 19, 5 ss).
El estado de ánimo que experimentó Pilato al escuchar aquellas palabras, es descrito por la fuente joanea como mallon efobeze (Juan 19, 8). Se trataba de una inquietud, de un miedo, de una desazón extremos. Difícilmente el gobernador hubiera podido interpretar el término Hijo de Dios como un sinónimo del mesías y, seguramente, debió pensar que podía encontrarse mezclado en un problema de carácter sobrenatural. En contra de lo que suele pensarse, los romanos podían ser despiadados, egoístas y corruptos, pero no descreídos. A decir verdad, su conducta era exactamente la contraria. No resulta por ello extraño que Pilato se preguntara si podía haber en aquel reo algo sobrenatural. Angustiado, interrogó a Jesús, pero éste nuevamente optó por callar como el Siervo de YHVH profetizado por Isaías. Cuando el romano intentó presionarlo para que contestara recurriendo al argumento de que él era el único que podía ponerlo en libertad, Jesús le respondió que su poder simplemente derivaba de una autoridad superior y que, desde luego, los que lo habían llevado hasta allí eran más culpables que él de lo que estaba sucediendo (Juan 18, 11-12).
Debía aún reflexionar Pilato en lo que tenía ante los ojos cuando a sus oídos llegaron nuevos gritos procedentes de una muchedumbre cada vez más enardecida. No sólo seguían insistiendo en que Jesús fuera crucificado. Ahora amenazaban con denunciar al gobernador ante el césar por no castigar a alguien que se había proclamado rey (Juan 19, 12). Fue en ese momento cuando la resistencia del romano se quebró. El temor que le inspiraba el emperador Tiberio era superior, desde luego, a la desazón que le ocasionaba aquel extraño reo. Ya sólo habia un camino para salir de aquella situación.
Sobre las seis de la mañana (Juan 19, 14), Pilato ordenó que el prisionero fuera sacado del pretorio y se sentó en el tribunal que en griego se denomina Lizóstrotos y en hebreo Gabbata, es decir, el enlosado (Juan 19, 13). Era obvio que iba a dictar sentencia en debida forma, e superiori y de manera pública, ante el reo y sus acusadores. El delito era el crimen laesae maiestatis, una infracción de la ley que en provincias, como era el caso, se castigaba siempre con la cruz. La sentencia que pronunció Pilato se redujo a la fórmula establecida: Ibis in crucem [10].
El relato de las fuentes históricas lejos de constituir un ejemplo de antisemitismo resulta angustioso por su sobria objetividad. Como en el caso de la sentencia pronunciada por el sanhedrín, se habían respetado todos los requisitos legales y también como en tantos casos de la Historia – Jeremías en el s. VI a. de C., Huss en el s. XV con Huss, Tyndale y Lutero en el s. XVI o en distintos siglos no pocos judíos de corte en la Europa católica – la condena había derivado de una alianza clara entre el poder religioso y el político. Quizá haya que reconocer – y resulta un trago ciertamente amargo – que una conducta semejante es demasiado humana como para que no se repita vez tras vez a lo largo de los siglos en los más diversos contextos.
Pronunciada la sentencia, no era necesaria en absoluto la confirmación del emperador. Por otro lado, la posibilidad de apelación quedaba descartada ya que semejante autoridad había quedado delegada en los gobernantes locales [11]. El plazo para ejecutar la sentencia quedaba al arbitrio del juez – en este caso Pilato – pero, por regla general, se procedía a evacuar este trámite inmediatamente después del anuncio [12]. De hecho, la resolución senatorial del año 21 d. de C. que fijaba un plazo de diez días entre la sentencia de muerte y su ejecución no se refería a los tribunales ordinarios – como el de Pilato – sino sólo a las resoluciones emitidas por el senado.
Tras el juicio de Jesús, muy posiblemente Pilato procedió a procesar a los dos ladrones que fueron crucificados con él. Esa circunstancia explicaría porqué fueron ejecutados también el mismo día y porque Jesús no fue conducido al Gólgota hasta cerca de las nueve de la mañana. Allí, a las afueras de la ciudad, fue crucificado. Antes de ser clavado en aquel horrible instrumento de muerte, lo despojaron de sus vestiduras, pero, siendo la túnica de una sola pieza, los soldados que lo custodiaban optaron por jugársela (Mateo 27, 35; Marcos 15, 24; Lucas 23, 24; Juan 19, 24). Así, las últimas horas de Jesús recordaron de manera sobrecogedora a la descripción recogida en el Salmo 22, un texto escrito casi con un milenio de anterioridad:
Se secó como un tiesto mi vigor y la lengua se me pegó al paladar y me has puesto en el polvo de la muerte. Porque perros me han rodeado, me ha cercado una cuadrilla de malvados. Han taladrado mis manos y mis pies. Puedo contar todos mis huesos. Me miran, me observan. Repartieron entre sí mis vestiduras y sobre mi ropa echaron suertes.
(Salmo 22, 15-18)
Poco antes de expirar, Jesús recitó el mismo salmo que se inicia con las palabras “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”. Luego señaló que todo había quedado consumado (Juan 19, 30) , encomendó su espíritu al Padre (Lucas 23, 46) y murió. Era en torno a las tres de la tarde. Como en el caso del siervo-mesías profetizado por Isaías (53, 9), su muerte había sido decretada para que tuviera lugar al lado de malhechores, pero su tumba fue, como también señalaba la profecía, la de un hombre rico, un tal José de Arimatea que había tenido amistad con Jesús y que había reclamado el cadáver (Juan 19, 31-42; Lucas 23, 50-54; Mateo 27, 57-60; Marcos 15, 42-46). En apariencia, el caso de Jesús el judío había quedado zanjado.
CONTINUARÁ
[1] T. Mommsen, Römisches Strafrecht, 1899, pp. 114 ss y 356 ss.
[2] Guerra II, 16, 3; Antigüedades XX, 8, 11.
[3] Un magnífico estudio sobre esta cuestión en el mismo sentido que apuntamos aquí, se encuentra en J. Blinzler, The Trial..., p. 218 ss.
[4] Véase supra pp. .
[5] Billerbeck I, 1032.
[6] Eneida II, 719.
[7] Ajax 654.
[8] Hist I, 35.
[9] En el mismo sentido, Billerbeck, I, 1033 y Steinwenter, “Il processo di Gesú” en Jus, 3, 1952, p. 481, n. 6.
[10] En un sentido similar encontramos referencias en Petronio, Sat 137, 9 y Plauto Mostell III, 2, 63.
[11] T. Mommsen, Oc, pp. 276, 468.
[12] En el mismo sentido, Tácito, Anales III, 51; XIV, 64.